Capítulo II: Divinidad

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Advertencia: presencia secundaria de un ship que puede no ser de agrado para algunos lectores. Se recomienda discreción.








Se miraban, intentando erróneamente intimidar al otro. Con Edric sonriendo y Amity frunciendo el ceño, indignada por la presencia del hombre que, en un ya lejano antes, llamo hermano.

Para nadie era secreto el estorbo que significaron los hijos bastardos del emperador Alador: los mellizos Edric y Emira. Pese a que durante su infancia y antes del nacimiento de Amity, ellos eran un secreto que el pueblo romano no sabía, nada de eso detuvo que el emperador los guiará para convertirse en futuros políticos. Más a Edric que a su hermana, Emira.

Cuando se congregaron como adultos y todos conocieron la existencia de los mellizos, los romanos quedaron encantados, casi hechizados por Emira, opacando completamente a su hermano. Por supuesto que esto no fue de su agrado, e hizo algo al respecto. Algo por lo que fue desterrado por su hermana menor cuando se consagró como emperatriz.

No soy capaz de mirarte a los ojos. — confeso una joven Amity frente a su hermano mayor.

Estaban en la playa, rodeados de Pretorianos y con un arca a punto de partir a la isla que llevaría a Edric a su exilio hasta el día de su muerte.

Amity ya tenía suficiente con el dolor que había ocasionado la repentina muerte de su padre, y la traición de su hermano mayor fue la gota que derramó el vaso. El consejo le pidió tomar acciones en el asunto y eso hizo.

—Hice lo que cualquiera hubiese hecho en mi lugar. — se defendió.

—Nadie derrama la sangre propia.

No le dejo responder, de inmediato ordenó que lo llevasen al arca. No fue capaz de decirle algo más al que alguna vez fue su hermano, su mentor, su confidente. Ya no más.

Ahora el recuerdo del futuro emperador, presa de la envidia, reposaba en la mente de los más valientes que se atrevían a pronunciar su nombre en voz alta.

Aquella estúpida sonrisa no se borraba del rostro del más alto, y eso inquietaba a la emperatriz.

—¿Como pudiste entrar?

—Vengo por lo que me pertenece. — hablo, ignorando sus palabras.

Amity apretó la mandíbula, controlando sus desmedidas ganas de gritarle y echarlo de sus aposentos ¡Es más! ¡Quería echarlo de Roma! Matar a cualquiera que supiera de la mera existencia del hombre.

—Tu ya no tienes nada en Roma... Mucho menos la corona.

—Todos somos conocedores de mis dotes de líder y mi buen ojo para la política. Dime, querida hermana, ¿Qué has logrado en mi ausencia? ¿Qué has logrado sin mi consejo?

Derrepente, los latidos de su corazón se sentían como una piedra en su pecho, intentando hacerse camino hasta salir de éste.

Sin duda, Amity no era la emperatriz perfecta, pero podía decir con orgullo que su pueblo no pasaba hambre, ni quería asesinarla a sangre fría. Cumplía con sus responsabilidades e intentaba dar lo mejor de sí, pero era bien sabido que ella no tenía demasiada habilidad en la política, por ello se apoyaba en Lucius y Boscha. Pero jamás superaría las habilidades de Edric en aquel ámbito y no era algo que estuviese dispuesta a admitir en voz alta.

—Mucho más de lo que nuestro padre, alguna vez, soñó. — mintió descaradamente.

[ † ]

Los atardeceres en aquella isla eran monótonos frente a sus ojos dorados. Eran el pan rancio y sin gracia de cada día. No le disgustaba en lo absoluto degustar un suave vino, mientras contaba por milésima vez cada una de las flores que crecían que su huerta y detrás de él, yacía un atardecer manso y silencioso, reflejándose en el, para él, desconocido mar.

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