Capítulo 1.

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– Yo te di todo, Hipólita, ¿por qué no puedes cumplir tu deber de reina y darme un hijo? –Dijo el Rey enojado.

– Mi señor, Dios sabe que no es mi culpa, y tampoco de usted. Créame, hago lo mejor que puedo. Visito a la partera seguido, incluso caí a lo más bajo de visitar curanderas para ayudarme con mi problema. Pero no hay vida que yo pueda otorgar, mi rey.

– Sé que no es tu culpa, querida. Dios no está de nuestro lado ahora mismo. –Decía el rey mientras tomaba a su esposa de las manos. –Confío que podremos, debemos ser pacientes, mi reina. No pierdas las esperanzas.

– Si no me estoy sobrepasando, me gustaría decirle que quizás el divorcio sea una buena opción... –Susurró la reina.

– ¡De ninguna manera! ¿Qué tonterías salen de la boca de mi esposa? Yo tengo un deber, con mis antepasados y con tú familia, así como ellos conmigo.

– Por favor, mi señor. Considérelo, es un matrimonio político, no nos casamos por amor como mi padre con mi madre o como su padre con su madre. Puede que Dios nos esté castigando. –Dijo Hipólita soltando suavemente las manos de su esposo.

– Yo te tengo cariño, te brindo amor, y te otorgo lealtad.

– ¡Pero no me amas, Leónidas! – Gritó la reina, sacando el último grado de respeto que le quedaba para continuar la conversación, olvidándose de que era el Rey con quien hablaba, sino con su esposo.

El Rey permaneció en silencio, pensando. Sabiendo en su corazón que era cierto, que no amaba a su esposa, pero que, pese a todo, estaría con ella por el resto de su vida.

– No negaré eso, Hipólita. Ambos sabemos que no te amo, y que tú tampoco. Estás ligada a mí de por vida, y yo a ti. La única relación que tenemos es de amistad por conocernos de pequeños y nada más, pero créeme cuando te digo que te protegeré, y que seré un mártir en la guerra de ser por ti. Eres mi mejor amiga, mi esposa. Pero nada más que esto tendrás, mi reina. ¿Querías la verdad? Pues ahí la tienes. –Hizo una reverencia- Mi reina. –Se despidió, y salió de los aposentos.

¿De verdad la reina consideraba el divorcio? Nada cambiaba el hecho de que tenían un deber como reyes, y era asegurar la continuidad de la dinastía, pero eso no era posible, era un sueño que se mantenía a la distancia. O al menos eso creían...

Dos semanas después.

Se acercaba el baile en honor a los reyes de Russenfolk, un pequeño reino vecino con la fuerza de mil murallas de oro macizo. El Rey André estaba a la cabeza, un anciano de 60 años que llegaba a felicitar a Leónidas por su no muy reciente coronación.

Prepararon un banquete enorme y exquisito, la música sonaba y la corte bailaba. Leónidas e Hipólita estaban sentados en sus tronos, y delante de ellos yacía una enorme mesa para compartir con los visitantes.

El heredero del Rey.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora