Hay una dificultad próxima a éstas, la más ardua de todas y la que más necesario es considerar, acerca de la cual se impone tratar ahora. Pues, si no hay nada fuera de los singulares, y si los singulares son infinitos, ¿cómo es posible entonces conseguir ciencia de su infinidad? Todas las cosas que llegamos a conocer, las conocemos en cuanto tienen cierta unidad e identidad y cierto carácter universal. – Pero, si esto es necesario, y si es preciso que haya algo fuera de los singulares, será necesario que los géneros estén fuera de los singulares, o bien los últimos o bien los primeros. Pero que esto es imposible, lo acabamos de ver al exponer las dificultades.
Además, si principalmente hay algo fuera del todo concreto cuando algo se predica de la materia, ¿es preciso que, en tal caso, haya algo fuera de todas las cosas, o que lo haya fuera de algunas y fuera de otras no, o que no lo haya fuera de ninguna? Si, en efecto, no hay nada fuera de los singulares, nada habrá inteligible, sino que todas las cosas serán sensibles y no habrá ciencia de nada, a no ser que alguien diga que la sensación es ciencia. Y además, tampoco habrá nada eterno ni inmóvil (pues todas las cosas sensibles se corrompen y están en movimiento). Pero, si nada hay eterno, tampoco es posible que haya generación. Es necesario, en efecto, que haya algo que es generado y algo de lo que se genera, y que la última de estas cosas sea ingénita, si es que la serie se detiene y es imposible que algo se genere del No-ente. Y, todavía, si hay generación y movimiento, es necesario que haya también un término (pues no hay ningún movimiento infinito, sino que de todo movimiento hay un término, y no puede generarse lo que es imposible que llegue a estar generado; y lo que ha sido generado es necesario que exista desde él momento en que fue generado). Además, si la materia existe por ser ingénita, mucho más razonable aún es que exista la substancia, que es lo que aquélla llega a ser al fin. Pues, si no existe ni esto ni aquélla, nada existirá en absoluto, y, si esto es imposible, necesariamente habrá algo fuera del todo concreto, y este algo será la forma y la especie. Mas, por otra parte, si alguien admite esto, surge la duda de en qué cosas admitirá esto y en qué cosas no. Pues es claro que en todas no es posible admitirlo; no afirmaremos, en efecto, que hay alguna casa fuera de las casas concretas. Y, además, ¿será una la substancia de todas las cosas, por ejemplo la de los hombres? Pero esto es absurdo. Pues son una todas las cosas cuya substancia es una. ¿Serán, entonces, muchas y diferentes? Pero también esto es irrazonable. Y, al mismo tiempo, ¿cómo llega la materia a ser cada una de estas cosas, y cómo es el todo concreto estas dos cosas? Y, acerca de los principios, puede plantearse todavía esta dificultad: si son uno específicamente, nada será uno numéricamente, ni el Uno en sí ni el Ente en sí. Y ¿cómo será posible el saber, si no hay alguna unidad común a una totalidad? Por otra parte, si cada uno de los principios es numéricamente uno, y único, y no son, como en las cosas sensibles, distintos para cada una (por ejemplo, de esta sílaba, que es específicamente la misma, también los principios son específicamente los mismos; pero son diferentes en número); si, efectivamente, no es así, sino que los principios de los entes son numéricamente uno, no habrá ninguna otra cosa fuera de los elementos. Pues en nada se diferencia el decir «numéricamente uno» o «singular». Llamamos, en efecto, «singular» a lo que es numéricamente (l000a) uno, y «universal» a lo que se afirma de éstos. Del mismo modo que, si los elementos de la voz fueran numéricamente determinados, sería necesario que la totalidad de las letras fuera igual al número de los elementos, puesto que éstos no podrían repetirse ni una ni varias veces.
Pero una dificultad no menor que ninguna ha sido dejada a un lado por los filósofos contemporáneos y por los anteriores: si los principios de las cosas corruptibles y los de las incorruptibles son los mismos o diferentes. Pues, si son los mismos, ¿cómo unas son corruptibles y otras incorruptibles, y por qué causa? En efecto, los contemporáneos de Hesíodo y todos los teólogos sólo se preocuparon de lo que podía convencerles a ellos, y no se cuidaron de nosotros (pues, haciendo dioses a los principios y atribuyéndoles origen divino, dicen que los que no han gustado el néctar ni la ambrosía son mortales, empleando evidentemente nombres que para ellos eran familiares; pero, en cuanto a la aplicación misma de estas causas, hablaron de manera incomprensible para nosotros. Si, en efecto, los inmortales los toman por placer, el néctar y la ambrosía no son en absoluto causas del ser, y si los toman en vista del ser, ¿cómo han de ser eternos, si necesitan alimento?). Pero acerca de las invenciones míticas no vale la pena reflexionar con diligencia. En cambio, debemos aprender de los que razonan por demostración, preguntándoles por qué, si proceden de los mismos principios, unos entes son eternos por naturaleza y otros se corrompen. Y, puesto que estos filósofos ni dicen la causa ni es razonable que sea así, es evidente que ni los principios ni las causas de unos y otros entes pueden ser los mismos. Y aquel que uno creería que habla más de acuerdo consigo mismo, Empédocles, incurre en el mismo error. Pone, en efecto, un principio, el Odio, como causa de la corrupción, y, sin embargo, también éste parece generar todas las cosas excepto el Uno; pues todas las demás proceden del Odio, excepto el Dios. Dice, en efecto: «de los cuales [proceden] todas las cosas que eran y cuantas son y cuantas serán después, / y germinan árboles y hombres y mujeres / y fieras y aves, y peces que se nutren de agua / e incluso dioses de larga vida». Y, aun sin esto, es evidente. Pues, si el Odio no estuviera en las cosas, todas serían una, según dice Empédocles. En efecto, cuando se congregaron, entonces «surgió el Odio en último lugar». Por eso también ocurre que, según él, Dios, que es el más feliz, es menos sabio que los demás seres, pues no conoce todas las cosas, ya que no tiene en sí el Odio, y el conocimiento es de lo semejante por lo semejante. «Por la Tierra, en efecto —dice [Empédocles]—, conocemos la Tierra, y por el Agua el Agua, / y por el Éter el divino Éter, y por el Fuego el Fuego destructor, / y el Amor por el Amor, y el Odio por el Odio luctuoso».
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