Estoy a punto de echarme a llorar cuando llegamos a Pastels porque estoy seguro de que no vamos a conseguir mesa, pero la mesa es buena, y el alivio, que casi tiene un carácter de marea, me deja limpio como una tremenda oleada. McDermott conoce al maître de Pastels y, aunque hemos hecho la reserva desde el taxi sólo unos minutos antes, nos hacen pasar inmediatamente del abarrotado bar al comedor principal, rosa y bien iluminado, y nos sientan en una mesa excelente para cuatro. Es imposible conseguir mesa en Pastels y creo que Van Patten, yo mismo, e incluso Price, estamos impresionados, puede que hasta sintamos envidia, de la proeza de McDermott para conseguir una mesa. Después de meternos en un taxi en Water Street nos dimos cuenta de que no habíamos reservado mesa en ningún sitio y mientras debatíamos sobre los méritos de un nuevo bistró californiano–siciliano del Upper East Side –siento tal pánico que casi rompo la Zagat en dos– conseguimos llegar a un consenso. Price fue la única voz disidente, pero al final se encogió de hombros y dijo:
–Me la suda. –y usamos su teléfono portátil para reservar la mesa. Luego sacó su walkman y puso el volumen tan alto que el sonido de Vivaldi casi resultaba audible aun con las ventanillas medio abiertas y el ruido del tráfico de la calle resonando dentro deltaxi. Van Patten y McDermott hicieron chistes desagradables sobre el tamaño de la polla de Tim, y yo me uní a ellos. Antes de entrar en Pastels, Tim cogió la servilleta con la versión final de su pregunta al GQ y se la tiró a un vagabundo que estaba cerca de la puerta del restaurante con un cartel que decía: «ESTOY HAMBRIENTO Y NO TENGO CASA POR FAVOR A YÚDENME». Parece que las cosas van como la seda. El maître ha mandado cuatro Bellini obsequio de la casa, pero de todos modos pedimos unas copas. Las Ronnettes cantan «Then He Kissed Me», nuestra camarera es una tía buena y hasta Price parece relajado aunque detesta el lugar. Además, hay cuatro mujeres en la mesa situada frente a la nuestra, todas muy guapas –rubias, grandes tetas: una lleva un vestido camisero de lana reversible de Calvin Klein, otra lleva un vestido de malla de lana y un chaleco con adornos de seda de Geofrey Beene, otra lleva una falda simétrica de tul con pliegues y un bustier de terciopelo bordado de, creo, Christian Lacroix, aparte de zapatos de tacón alto de Sidonie Larizzi, y la última lleva un vestido negro con lentejuelas sin tirantes debajo de un chaleco sastre de crepé de Bill Blass–.
Ahora las Shirelles cantan «Dancing In The Street» por los altavoces, y el sistema de sonido, además de la acústica, pues el restaurante tiene el techo alto, es tan potente que tenemos que gritar prácticamente para pedir a la camarera que está tan buena –lleva un vestido de dos colores de lana con adornos de pasamanería de Myrone de Prémonville y botines de terciopelo hasta el tobillo y, estoy casi seguro, coquetea conmigo–: se ríe de modo sexy cuando le pido, de primero, el ceviche de cazón y calamar con caviar dorado; me lanza una mirada tan encendida, tan penetrante cuando pido el pastel de carne con salsa verde de tomatillo, que tengo que mirar el Bellini rosa de la alargada copa de champán con expresión interesada, grave, para que no crea que estoy demasiado interesado. Price pide las tapas y luego el venado con salsa de yogur y brotes de polipodio con trocitos de mango.
McDermott pide el sashimi con queso de cabra y luego el pato ahumado con endibias y sirope de arce. Van Patten toma los embutidos al gratén y el salmón a la plancha con vinagre de frambuesa y guacamole. El aire acondicionado del restaurante está a tope y estoy empezando a lamentar el no haberme puesto el nuevo jersey de Versace que compré la semana pasada en Bergdorf's. Quedaría muy bien con el traje que llevo.
–¿Podría retirar estas cosas, por favor? –le indica Price al camarero, señalando los Bellini.
–Espera, Tim –dice Van Patten–. Tranquilo. Los tomaré yo.
–Eurobasura, David –explica Price–. Eurobasura.
–Puedes tomarte el mío, Van Patten –digo yo.