4. Pecosa.

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Julie Franklin.

La semana ha pasado casi volando y sin darme cuenta ya es viernes. Bobby, mi jefe, me ha explicado que una tal Pauline comienza a trabajar en Burguer 360 el próximo lunes, así yo podré tener unos merecidos días libres. A partir de ahora sólo trabajaré tres días a la semana, una semana con turno de mañanas y la siguiente de tardes. Esta noticia me tiene de un increíble e inquebrantable buen humor.

Con bastante dificultad consigo abrir el portal de mi edificio. Saludo sonriente al portero, Dominic, quien se encarga de supervisar a las personas que acceden o salen cada día. Cuando consigo llegar al ascensor, aprovecho para depositar en el suelo las pesadas bolsas de compra que llevo cargando desde hace cinco manzanas.

A pesar de haber dejado atrás recientemente el mes de Octubre, en esta maldita ciudad de San Diego, California, hace un calor de mil demonios. Yo me crié en Alaska, concretamente en Barrow, un pueblo muy humilde y también insoportablemente frío, la máxima temperatura que se alcanza durante el año apenas roza los 10º en el mes de Julio. De todas maneras, cada verano solíamos viajar con mi padre y Ronnie hasta Sacramento, donde vive la abuela Angie y donde las temperaturas son incluso más altas que aquí en San Diego.

Me seco el asqueroso sudor de la frente y vuelvo a cargar las cinco bolsas de cartón cuando las puertas metálicas del ascensor se abren avisándome de que ya ha subido hasta el tercer piso.

Nadinne me recibe con una radiante sonrisa cuando entro por la puerta. Nuestro pequeño apartamento está ubicado cerca del centro, en East Village. Es un barrio reconocido por el estadio Petco Park, sede del equipo de béisbol San Diego Padres. No es precisamente barato vivir aquí, pero juntas, con mucho esfuerzo, Nad y yo hemos conseguido salir adelante.

Desde pequeñas soñamos con huir del pueblo, allá en Alaska. En Barrow todo el mundo tiene esa mirada agria y fulminante. Se respira un aire muy pesado, como si la gente estuviese constantemente lánguida. Es un pueblo deprimente, no se escuchan carcajadas, no hay niños jugando en la calle y parece no existir el afecto entre las familias que allí residen. Es terrible. Yo jamás lo soporté.

—A que no adivinas quien me ha llamado.— La mueca de mi amiga no abandona su cara mientras se acerca hacia mí para ayudarme con las bolsas de la compra. —Will nos ha invitado a salir esta noche, iremos a The Ould Sod, en Adams Ave. Es un karaoke, Ju. Nada de aglomeraciones de gente, ni borrachos. Es perfecto. Dime que vendrás, por favooor.— Le lanzo una mirada recelosa.

Lo primero que pienso es en negarme rotundamente. Buscando en mi mente alguna buena excusa para no asistir, me sorprendo al darme de que en el fondo sí me apetece ir. Lo cierto es que me encantan los karaokes. Mi buen humor sigue intacto y siento que es una noche perfecta para disfrutar de un agradable ambiente de buena música.

—De acuerdo, no me negaré por esta vez.— Le digo a Nadinne después de pensarlo por unos minutos. Ella me abraza emocionada mientras una enorme sonrisa se extiende por su cara.

—¡Lo pasaremos genial, ya verás!— Exclama ella jubilosa. No puedo evitar rodar mis ojos, solo espero no arrepentirme.

Me alejo de mi amiga y comienzo a guardar toda la comida que he comprado, cada cosa en su respectivo lugar. Nadinne se ofrece a ayudarme, pero con una mirada amenazante consigo que deje sus manos quietas. No es que no agradezca su favor, aunque prefiero ser yo la que organice las cosas en esta zona del apartamento, mi favorita: la cocina.

Cocinar es mi pasatiempo preferido, lo poco que recuerdo de mi madre es que a ella también le encantaba este labor. Entre mis vagos recuerdos todavía puedo visualizar como desde bien pequeña yo siempre la acompañaba en la cocina mientras ella preparaba sus exquisitos platos y me explicaba las instrucciones para hacerlos, yo tenía 6 años así que sólo a veces me dejaba ayudarla, pues era demasiado pequeña.

Ju, de Julie.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora