Sano

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El hielo de la mañana abrazaba sus huesos mientras se disponía a sentarse frente a la lápida. Esta vez había traído un peluche de felpa que inevitablemente había terminado comprando y guardando preciadamente en el fondo de su closet hace un par de meses atrás.

Ken observó a su alrededor por un momento y terminó por agachar la cabeza en promesa de una oración silenciosa.

Habían perdido tanto, pero a pesar de eso, sabía que podía estar agradecido por todo lo que él aún conservaba.

Otro 22 de febrero y el mundo, seguía sin detenerse.

—Ella está muerta.

Habían pasado trece años desde que se la habían llevado y el mundo siguió girando.

Pensar en lo que sintió en ese entonces solo lo hacía deprimirse, recordar las palabras era insoportable. Porque claro, nadie quiere reconocer que conforme las páginas pasan, todo se vuelve cada vez más tedioso.

—De alguna manera, sabía que nunca dejarías de venir.

Ken sintió su corazón dar un vuelco ante la inoportuna y —desafortunadamente— conocida voz.

Abrió sus ojos y alzó el rostro para poder encontrarse con esos cabellos rubios, sin embargo, la apariencia de él era bastante distinta a la que había pasado todos estos años imaginando.

—Me preguntaba lo mismo.

Mikey quitó sus ojos de la lápida y finalmente le miró a los ojos.

Había sido un error, sus manos estaban lejos de temblar, pero sus entrañas se revolvían con cobardía rogándole que se pusiera de pie y se fuera de una vez.

Cobarde.

En su lugar, hizo un esfuerzo por volver la mirada a la lápida y recobrar la compostura.

—Ella me dijo que estaba bien si venía —Ken escuchó como se acercaba—. Pero no creo que sea así.

—Emma jamás desearía que te alejaras.

Ken imploró que el silencio lo cubriera por siempre.

—Claro que ella diría eso —el atisbo de risa apagada solo le hacía recordar más su miseria—. Su corazón era demasiado bueno.

Ken asintió en silencio con la mirada en sus piernas. Los segundos pasaban y el frío silbido del viento era lo único que se oía junto a la lápida de la familia Sano.

Su corazón todavía latía.

—Tengo hambre, Ken-chin.

[...]

Ken observó atentamente su taza de té como si fuera lo más interesante del momento. El hombre que había puesto el plato de comida frente a Mikey se había ido hace unos segundos y Draken se preguntaba si había pedido el menú de niños como un intento de hacer parecer todo esto un poco más nostálgico.

De cualquier forma, era más agradable que mirar las clavículas marcadas por desnutrición.

—Siempre que me acordaba de ti —escuchó decir a Mikey por primera vez desde que les tomaron la orden—. Me preguntaba que habías hecho con todas esas banderas.

Ken sonrió pequeño y pronto, una risa apagada terminó saliendo de sus labios.

—Las debí haber guardado en mi cocina.

Mentira. La última vez que vio una no dudó en tirarla a la basura.

El sonido del tenedor contra el platillo pasó a segundo plano cuando por el rabillo de ojo notó que el suelo de la calle comenzaba a mancharse de pequeñas gotas.

—¿Te irás pronto?

Mikey trató de simular una risa y Draken lo miró a la cara, viendo esa comprensiva sonrisa falsa.

—En serio no quieres verme.

Ahora era Mikey quien evitaba su mirada. Quizás sabía que no lo decía con malas intenciones y que solo trataba de esforzarse con su terrible sentido del humor. Pero Ken estaba lejos de reírse y darle una palmadita en la espalda diciendo que todo estaría bien.

—Sabes que no lo decía por eso.

La cara de Mikey se volvió tensa y Draken no hizo más que verlo separar la comida del plato con el tenedor.

—Me voy a quedar un tiempo.

Ken asintió, a pesar de Mikey no pudiera verlo. Con el renovado silencio, ninguno de los dos pareció tener algo más que decir.

Suspirando, Ken se levantó y sacó lo suficiente de su bolsillo para pagar lo de ambos. Caminó hasta la entrada del restaurante y se colocó la capucha de la sudadera.

Evitó mirar hacia la ventana del lugar y se subió a su motocicleta. La lluvia solo empeoraba el ardor en sus ojos.

A mitad de la caída | DrakeyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora