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A Viena,

La sinfonía de Mozart está sonando mientras escribo esta oración. La he cambiado. Prefiero a Bach. Andante de Bach. Me gusta más. Creo que me encuentro en sus notas.

Nunca te pregunté por qué te hacías llamar Viena. Supuse que buscabas esconder tu verdadera identidad detrás de un seudónimo. Trabajabas por las noches en un bar, no era de extrañar que eso pudiera perjudicar las relaciones sociales que tanto te había costado formar. A mí me avergonzaba escribir. A ti te avergonzaba cantar. Ahora lo cuestiono, ¿por qué el arte nos avergonzaba tanto? El arte existe porque el mundo no es perfecto. Si alguien debe avergonzarse, es el mundo mismo.

Una noche, mientras tus hombres se alcoholizaban, tú me pediste que te acompañara al camerino de Shuhua, esa joven bailarina china que había llegado para multiplicar la clientela del lugar. Me dijiste que necesitabas un trago. No querías beber sola, así que me quedé a tu lado. Murmuraste que el alcohol curaba las heridas del alma. Empezaste a llorar. Me contaste que Viena era el lugar del que provenía el hombre del que te habías enamorado. Un cliente del bar, como cualquier otro, pero diferente. Hablaste de su risa, que era especialmente encantadora porque él no reía mucho; era, más bien, serio. Suspiraste al recordar su elegancia, su voz, su manera de hablar(te). Te pregunté cómo habían podido comunicarse. Contestaste que usaron el inglés, el único idioma que podía unir a dos desconocidos en una noche de licores y bluegrass. Lo viste durante cinco noches. Te atrapó su filosofía pesimista y esa seguridad que rozaba el narcicismo. Te enamoró que entendiera tu incomprensión. A la sexta noche, él se despidió. No prometió que volvería, pero esperaste.

Cuando lloraste a mi lado, era el segundo aniversario desde su último encuentro. Me dijiste que jamás volverías a enamorarte así, que por eso lo esperabas, porque sabías que no podrías entregarle amor a nadie más. Yo solo te acaricié la espalda. Dentro de mí, pensaba que el mundo estaba repleto de personas. Alguna de ellas, en algún momento, te haría amar de nuevo.

En ese entonces, no sabía que existían sentimientos que solo pueden pertenecerle a una persona. Una persona en toda una vida. Una persona para toda la vida. Hasta hace un tiempo me pregunté si fue una bendición o una tragedia el haberme enamorado. ¿Hubiese sido mejor tener el corazón vacío? ¿Contentarme con emociones de papel hasta la muerte? ¿Habría podido escribir de ser así? No, hubiese hecho los libros más huecos. Este (des)amor, aunque trágico para mi alma, ha sido una bendición para mis fines literarios.

Estoy agotado. He escrito muchas veces que me voy, que me acabo. Lo escucharás de Bowie, de mi familia, y esta carta es la ratificación de mi final. Sé que tú entiendes lo desgastado que estoy. No hay explicación que necesite dar.

Recuerdo las cantatas en tu departamento. No muchas mujeres se atreven a vivir solas, pero tú escapaste de casa apenas cumpliste los dieciocho años. Querías emanciparte, vivir a tu manera. No importaban las carencias. Tú querías ser libre.

Guardo con afecto las canciones que coreábamos, el vino tinto barato, cuando nos sentábamos en el sofá de tu balcón, ese verde y polvoriento. El frío nos mataba mientras observábamos el cielo y hablábamos de muchas cosas y de ninguna.

El cariño que te tengo es muchísimo, SooYoung. Has sido mi mejor amiga, mi confidente en las mayores estupideces que he cometido, la mujer discreta de los buenos consejos, mi cantante, mi bailarina de canciones de Sinatra. Eres la mejor melodía que han escuchado mis oídos. Si aún quieres cantar para muchos, para todos, yo te aliento.

Quisiera decirte más, escribir cada memoria nuestra, pero sé que debo decir adiós. Al cielo (o al lugar que vaya) me llevaré nuestros recuerdos, para reír un rato, para viajar con la mente.

Cuídate muchísimo. Sé feliz, que es todo lo que te mereces.

Adiós, mujer adorada.

Jaemin

THE LETTERS (Nomin)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora