CEGUERA

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CEGUERA

Hay una historia que quiero contarte. Una historia que sucedió hace mucho, mucho tiempo; tanto, que la memoria de los hombres ya no puede recordarla.

En aquellos tiempos, había un país, un país lejano de gentes felices. En contacto con la Naturaleza, no necesitaban más que lo que ella les proporcionaba. No conocían el dolor ni la pena; no sabían lo que era el sufrimiento, y nunca, nunca jamás, habían oído hablar de problemas. Entre aquellas gentes, sólo reinaba el canto, la risa y la alegría.

Pero sucedió un buen día, o a lo mejor no tan bueno, que sin contar con ello, llegó hasta aquellos lejanos parajes un individuo: un hombre curioso, especial y diferente. Un hombre, que se hacía llamar a sí mismo, el constructor. Sujeto alto, gallardo y de atractivo porte, presumía de lo que se suele denominar “don de gentes”.  Con un discurso fluido, tan hipnotizante como convincente, conquistaba a todo el que le quisiera escuchar  argumentando la necesidad de los artículos que con tanto entusiasmo sugería (ladrillos, cemento, vigas de hierro…) Productos necesarios e imprescindibles para llevar una vida más tranquila, más confortable y sobre todo, lo más importante: más segura.

Y así, convencidos por unos argumentos difícilmente rebatibles, aquellas gentes, hasta entonces felices y despreocupadas, empezaron a adquirir su mercancía con el afán de mejorar su vida y sus circunstancias.

En todos los lugares del reino crecieron las edificaciones: viviendas robustas y resistentes construidas con la única intención de engrandecer la vida de los que en ellas habitaran.  Pero aquello,  que en un principio se forjó con grandes expectativas de futuro, se convirtió con el tiempo en un gran error, pues los individuos, instalados en sus casas y necesitados de ellas, comprobaron con estupor cómo, lo que habían construido no era más que una oscura y gélida celda. Gruesos muros, frías estancias y un sinfín de barreras se levantaban a su paso, y su existencia, antaño vibrante de felicidad se cubrió con negras nubes de melancolía y de tristeza.

Resentidos y amargados, no comprendían el porqué de tan complicada situación, y, lejos de responsabilizarse de las decisiones que desataron el doloroso desenlace, atenuaban su frustración focalizándola en un culpable.

-¡Es culpa del constructor! –gritaban unos.

-¡Acabemos con él! –increpaban otros.

Y en su particular cruzada, perdidos entre la angustia y la desesperación, decidieron ignorar que, lejos de poder acabar con tan aguerrido adversario, aquellos gruesos muros, que se revelaban impenetrables, no existían en realidad, más que ante sus propios ojos.

¿PUEDE QUE LA REALIDAD SEA DIAMETRAMENTE OPUESTA A LO QUE NOS MUESTRAN NUESTROS OJOS?

DESCONTANDO... cuentos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora