CRÓNICA DE UN ABSURDO

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Me contaron una vez, hace mucho, mucho tiempo, que en unas tierras muy, muy lejanas, había un país. Un país hermoso, de generosos suelos y amables paisajes. Un país único y excepcional, en donde la gente vivía con una particular inquietud: todos querían, todos anhelaban, todos suspiraban por tener un diamante.

La búsqueda era de tal magnitud que a lo largo y ancho del territorio, miles y miles de tiendas promocionaban la preciada joya. Miles y miles de tiendas la vendían y la publicitaban, y la gente acudía presta hasta esos locales, con la esperanza de encontrar su gema, con la esperanza de hallar su tesoro.

La divulgación era variada y los poderes que les atribuían, increíbles. Había diferentes tamaños, colores, tallas…, todo pensado para satisfacer aquella necesidad, aquel ansiado anhelo. Sin embargo, por alguna extraña razón, tras la compra, aquella pieza brillante, atractiva y lustrosa en un principio, poco a poco se tornaba en un cristal oscuro, imperfecto y deslucido; en un objeto inútil que, rechazado, acababa siendo desechado junto con los anteriores. Un objeto que transformaba la búsqueda en una nueva decepción, decepción que, paradójicamente, no hacía otra cosa que seguir alimentando la búsqueda. Una búsqueda que al fin y al cabo, obligaba de nuevo a los ciudadanos a confiar en lo que los vendedores les decían, a confiar en la autenticidad del cristal que portaban, para, una vez más, salir del local  convencidos de que por fin, habían encontrado su diamante.

Los que por allí pasaron, contaban que era aquella una estampa absurda e incoherente, una estampa cómica e irreal, pues habéis de saber, que entre todas aquellas tiendas, entre todos aquellos negocios, había uno, uno pequeño, sencillo y discreto, que apenas llamaba la atención, que apenas destacaba entre tanto ruido y reclamo: un negocio al que poca, poquísima gente acudía; un negocio del que casi nadie salía satisfecho.

Allí, no adornaban la venta con promesas y palabrería, no empujaban al cliente a la compra, ni siquiera intentaban fomentar su interés por el producto. Era un negocio insólito en cuya entrada se exhibía un enorme cartel que revelaba: “AQUÍ ESTA TU DIAMANTE. CÓGELO Y DISFRÚTALO”

Tristemente, aquel negocio pasaba desapercibido para la mayoría de las personas, y los pocos que se aventuraban a entrar, salían convencidos de que se trataba claramente de una estafa, de un embuste, de una treta.

-¡Pero cómo se atreven! –alegaban algunos.

-¡Vaya tontería! –argumentaban otros.

-¡Y gratis! –replicaba la mayoría

Y así, la gente de aquel país, insatisfecha y decepcionada seguía buscando, buscando aquel establecimiento en donde poder obtener por fin, el que de verdad fuese su diamante, el que de verdad fuese su tesoro.

Contaban también los que por allí pasaron que unos pocos, tan sólo unos pocos, tal vez después de mucha frustración y desencanto se atrevían a adquirir lo que realmente, tal como indicaba el cartel, era su verdadero diamante, y tan sólo esos pocos, comprobaban estupefactos la torpeza de su comportamiento y la veracidad del anuncio.

Y os diré, que no servía de nada que esos chiflados atrevidos, para siempre felices y satisfechos, alertaran a los demás de la irónica circunstancia, pues tildados de locos eran ignorados, mientras los otros continuaban con su búsqueda intensa y desatinada.

Y a pesar de todo lo relatado, parece ser que después de muchos, muchísimos años, los habitantes de aquel lejano y hermoso país continúan todavía inquietos, anhelando y suspirando por tener su diamante.

TAL VEZ NOS ESFORcEMOS DEMASIADO EN IGNORAR LO QUE TENEMOS DELANTE DE NUESTRAS NARICES.

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