[V] El placer egoísta

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«Los colores y los sabores tienen significado. Y como todo, dulce criatura, cuando pienso en ti, solo pienso en las mañanas con colores cálidos, y de noche te sueño en rojo...» 

V

Una inexplicable corriente de aire agitó su falda cuando las manecillas del reloj marcaron las diez menos cuartos. Dos horas, ¿no era ese su límite para su inminente muerte? Por lo que podía recordar, eso era correcto y los pesados pendientes de zafiros agolparon sus mejillas como un sempiterno recuerdo de su propia desgracia.

¿Estaba actuando ella como una cobarde? La fuente de afrodita mirando con picardía en al jardín de su madre parecía sugerir que sí. Las abiertas ventanas dejaban entrar una helada brisa que erizaba su piel. ¿Qué era lo que decía Jane Austen en cuanto a la valentía?

Parecía ser un mal momento para dejarse llevar por una escritora de novela romanticona y llena de una placidez simplona que no parecía existir en ningún espacio de su mundo, pero su mente no parecía capaz de evocar otro recuerdo lleno de felicidad que ese. Ella y sus investigaciones, la ciencia, su conocimiento, un hobby que su antiguo y difunto marido había pulido solo por el placer de labrarse un nombre personal.

La había impulsado a ella. Pero él era el reconocido.

Sensatez y sentimientos pesó en sus manos cuando cerró la cubierta con una flor en medio. Una margarita muy viva que viviría hasta secarse y quedarse como la flor de su propio funeral. Una promesa, de que ella estaría bien.

De que ellos estarían bien.

Pero no lo estaba. Y su cuerpo estaba temblando. ¿Era aquello síntoma de que se iba a arrepentir cuando fuese muy tarde? El suspiro que resonó sobre su piel prometía hacerlo cierto. Una imagen de su padre reposaba al lado en su ventana, con una vela al lado, rezando por el pecado que cometería. Una muñeca de porcelana, hecha para imitar a su hermanita, sonreía risueña, y su libro preferido. ¿Estaba mal que eso se sintiera correcto?

Los minutos se estaban alargando y se negó a cerrar los ojos, ataviada con su mejor bata de seda celeste, porque no le daría al verdugo la satisfacción de verla desaliñada y de fácil acceso.

No, ella moriría como una duquesa digna. Como fue criada para mostrarle al mundo.

El cántico del canario falso le recordó la realidad y apenas miró la jaula para enfrentarse a la figura encapuchada que escaló a su ventana con gracia. Sus piernas perdieron valor al caer en su cama, luchando con el instinto de correr y esconderse.

O de implorar que se detuviera.

—Por favor...

Solo le pedía que fuese rápido. Que no doliese y que acabase con su sufrimiento. Y culpa.

—¿Por favor, qué?

Su boca se abrió para regalarlo pero se recordó que estaba en la muerte. Y ante ello, cada gramo de valentía huyó de su cerebro. Su mano se aferró a su libro y decidió acercarse lentamente.

—¿No estoy soñando, verdad? —preguntó, con inseguridad. Cuando se dio cuenta de lo estúpido que sonaba, sacudió la cabeza, incrédula—. Olvídalo, debes matarme, rompecabeza.

La cabeza encerrada sobre la capucha asintió con lo que resonó como una risa grave que la sacó de estupor. Qué risa tan agradable y humana para llevarse en el recuerdo.

—Si yo fuese la muerte, me compadecería con su visión —ladeó la cara con lo que pareció una mirada valorativa—. ¿Por qué has decidido que tu hora debe llegar hoy, niña?

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⏰ Última actualización: May 10 ⏰

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