[III] Y la noche se hizo

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III - Y la noche se hizo conocida...

«Dulce y amada criatura, hoy jugué al ajedrez y gané todas las partidas. Fuiste tú quien me enseñó tan maravillosas jugadas, ¿te
acuerdas?...»

Norton, 2 de Febrero.



—¿Crees que es suficiente?

—Estás perfecta. 

Su hermana asintió complacida y se viró para admirarse en el espejo. El movimiento de sus labios al intentar respirar delató sus nervios y sus manos aplacaron nuevamente su falda. Era su primera vez y entendía perfectamente los nervios de ser presentada antes una multitud y no saber que esperar. Aunque Sharon no debía temer, era preciosa y tenía clase, su reputación estaba reluciente pero suponía que nada podría detener que algo podría salir mal.

Cerró los ojos y suspiró pero ni la sensación del aire fresco en su rostro ni la incomodidad de su corsé al sentarse delante de su hermana colaboraba a  bajar su hiperactividad. Estaba tan igual e incluso más nerviosa y expectante que su hermana.

—Hay muchos caballeros elegantes y buenos en esta época —sonrió—. Tienes suerte, estoy segura de que no quitarán la mirada de ti, Shar.

—Soy bonita, sí —admitió con timidez, mirándola de reojo—. Pero no tanto como tú.

—¿Quién dijo que no lo eras? ¡Ni se te ocurra admitir lo contrario, Sharon Orwell!

—Oh, no —protestó con rebeldía—. ¿Es que no te has mirado? Portas un vestido rojo como las damas más atrevidas y lo luces con elegancia y sin vulgaridad. Tu cabello parece más claro y tus bujerías son preciosas.

Emmaline cerró el abanico y se levantó, enfrentándose a la mirada angustiada de su hermana. ¿Aquello que sentía era miedo? Sharon estaba determinada a triunfar como lo había hecho Emmaline en su época y temía salir con las tablas en la cabeza.

—Ni se te ocurra decir otra cosa en mi presencia, estas perfecta y a los hombres no les gusta oír como las mujeres se difaman a sí misma. ¿Crees que es atractivo ir por la vida lamentándose ser fea y poca cosa? Todo está en la cabeza y si crees que eres fea, te verán como tal.

Sharon cerró la boca, intimidada y cambió el rumbo de su mirada. Las palabras dichas por ella la transportaron unos segundos a la misma habitación y estaba delante de sus padres, «a los hombres no le gustan las mujeres contestonas». Ella había asentido con la misma angustia y trató de no llevar la contraria a nadie.

¡Que irónico era todo! Ese día se quejó de porque debía hacer que todas sus acciones girasen alrededor de los hombres, «A los hombres no les gusta esto, a los hombres tal cosa...». Estuvo tan cansada que se quejó delante de uno y para mala suerte suya, creyó estar sola pero una presencia se rió de su comentario y se presentó como el caballero más galante de la noche.  

Cuatros años más tarde, estaba parada delante de su hermana, repitiendo lo mismo. Se quiso abofetear por sonar tan idéntica a la voz irritante de su madre. Nada le enojaba más que una mujer se sintiese fea cuando no lo era, tampoco le gustaban las egocéntricas pero siempre debía haber un intermedio y si era completamente cierto que si buscaba impresionar a un hombre, nunca debía restarse lo que tenía bien.

El precio de la seda Donde viven las historias. Descúbrelo ahora