PRÓLOGO

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Dos años.

   Llevaba dos años con la misma rutina aburrida que empezaba a ser ya algo automático en su cerebro. Levantarse, ponerse decente y salir un mínimo de tiempo, si es que ese día podía, y actuar con la misma personalidad con la que le dijeron que actuase por su bien.

   Lo peor era que, de haberse negado a vivir un horario simple y repetitivo, sin nada de emoción que pudiera hacerla sentir viva de nueva en su vida, aún larga, podría haberlo hecho. Sólo que por su necedad había negado un destino tranquilo para una joven de apenas veintidós años en el momento en el que lo decidió. Pero lo que peor podría haber hecho hubiera sido negarse y seguir viviendo su vida como si nada, soportando las consecuencias de sus actos y las falsas miradas que recaerían sobre ella por actuar como una niña.

   Las gotas de agua golpeaban el cristal de la habitación de la casa en la que estaba. Ahí fuera diluviaba como si el mundo estuviera llorando. Los carteles neón del centro del distrito jugaban con la imaginación y el ángulo de cómo alguien, si se asomaba ahora por la ventana, desde los pisos más alto, podría reconocer un local glamuroso o de mala fama. No había ni un alma fuera, por lo menos que se viera. Donde ella estaba era una de las plantas más altas del edificio, probablemente del rascacielos más temido e importante del distrito. El vidrio que hacía contacto con el exterior estaba opacado por dentro, vaho que con un manotazo se esfumaba y te dejaba la extremidad chorreando. Seguramente había gente paseando por las calles, sin preocupaciones más que llegar a sus casas intactos y porque el paraguas no saliera volando a la mínima ráfaga de corriente.

-Señora.

Otra rutina. 

   Estar sola y que de repente alguien la interrumpiera en su soledad para decirle algo. De normal podía ser alguna de las sirvientas que hubieran acabado sus qué haceres y se preocupasen por lo que ella estuviera haciendo. Ella simplemente las despedía con amabilidad y les deseaba una buena noche y que si necesitaban algo llamaran al número que el señor les había dado para emergencias. A veces incluso les pedía que la llamaran cuando llegasen a casa, solo por seguridad o si era uno de esos días en los que las calles del distrito de Roppongi estaban llenas. Luego estaban los hombres que se encargaban de la vigilancias, pero esos apenas intervenían en la vida de ella lo suficiente como para nombrarlos. Era más fácil llamarlos por teléfono o decir el nombre de alguno para tenerlos delante y dispuestos a todo. Estaba segura de que si les pedía que se pegaran un tiro en la cabeza, ellos simplemente lo harían por fidelidad.

   Esta vez, era una de las criadas. Una señora bajita y regordeta, de pelo oscuro tirando a canoso siempre tenso en un moño tras su cabeza. Era quien solía ayudarla con el desayuno y el resto de comidas y quien cambiaba las sábanas. Veía más a esa mujer que al resto de personal de la casa. Aunque eso tampoco era extraño. Normalmente se quedaban en la cocina o aparecían cuando se les necesitaba para algo en concreto. Había algunos momentos en los que estando sola tenía que llamar a alguno, aunque solo fuera para un capricho puntual, para recordar que realmente no estaba sola en aquel enorme y lujoso apartamento. Solo por sus decisiones.

-Han llamado de la oficina -continuó hablando incluso sin que la mujer a la que se lo decía estuviera atendiendo-. Han surgido unos inconvenientes. Seguramente se retrase.

-¿Ha dicho algo acerca de eso?

-No, señora.

Era como siempre, entonces. 

   Cenar y acostarse sola, quizás leyendo algún libro con el que despertaría a la mañana siguiente cerrado y marcado en la mesita de noche y las gafas de lectura sobre este, osadamente. Otra costumbre más. Se llevó la mano hacia el pecho y acarició suavemente la zona, sintiendo el tacto del jersey gris bajo sus dedos y parte de la melena que caía sobre sus hombros y más abajo.

   Se dio la vuelta, muy lentamente, y sonrió tensando los labios con un asentimiento. Tenía la mano sobre el cuello.

-Gracias.

-También le han llamado algunas de sus amigas, señora -dijo-. Preguntaban si le apetecería salir esta noche a dar una vuelta.

Ella se extrañó suavemente.

-¿Cuáles?

-Solo dijeron que eran conocidas de la universidad.

Suspiró.

Sus nervios se relajaron.

   Claro, que cuando seguía las mismas rutinas tenía consecuencias. Y la gente lo notaba. Cuando no era la perfecta y hermosa esposa de un hombre que apenas pasaba tiempo en su casa y se atrevía a plantarle cara, estaba en la universidad continuando los estudios a los que por suerte le habían permitido seguir accediendo en su posición. Siempre y cuando llevase a los escoltas para ahorrar los disgustos que pudiera generar su desaparición, aunque eso solo complicaba algunas cosas. No era la primera vez que entraba en la biblioteca del campus y tenía que ordenar a los guardaespaldas que se desplegaran y actuaran con normalidad solo para no llamar la atención.

   A la gente no le gustaba ser vigilada cuando no estaba haciendo nada ilegal. Ella era la primera que deseaba no ser controlada por unos hombres que más caso le hacían a su marido que a ella, pero eso no estaba en disposición de ser discutido. Porque, como ya se había dicho y estaba acostumbrada, Hope nunca veía a su esposo como un esposo completo. De hecho, estaba muy lejos de ser uno de esos maridos afables y cariñosos cuando pasaba más tiempo en su trabajo que con ella, hablando por teléfono y apenas diciendo algo bonito o interesante las pocas veces que se veían en el ático. Podría haber sido peor, le habían dicho, porque podría haberle tocado el marido abusador y temeroso que muchas películas del cine extranjero retrataban con la realidad tóxica del siglo más avanzado en sociedad. Ella agradecía eso en silencio, pero tampoco la llenaba de satisfacción. No era la primera vez que Hope se levantaba y veía su lado de la cama intacto, o la mitad de su ropa desaparecida del armario durante una semana; normalmente solo estaba una semana fuera, porque cuando se levantaba al inicio de la siguiente el armario volvía a estar lleno de ropa y a veces, aunque muy rara vez, con una caja negra y un lazo blanco de seda en el hueco de la estantería que correspondía a sus collares. También llevaba una tarjeta, firmada a mano, que ponía «UN REGALO DE MI ÚLTIMO VIAJE». Podía variar, pero en lo general solía ser ropa que quedaba en el olvido dentro del enorme armario dividido.

   Tampoco tenía derecho a quejarse. Por lo menos le permitía tener una cuenta separada de la suya, mantener su vida privada en eso, privada, y su apellido aunque a regañadientes. Y seguir estudiando.

-¿Algo más?

-Sí -la escuchó titubear sobre la información que debía soltar. Hope la miró con tranquilidad, esperando en silencio a que la señora en edad hablara sin miedo. Se mordía el labio, con el sudor cubriendo su frente-. Ha llamado alguien de su familia, señora.

   Hope inspiró con fuerza. La lluvia no parecía querer detenerse. Otra noche, al parecer, sola en aquel enorme ático.

Hubiera sido más fácil decir que no.




||INFERNO|| -RAN HAITANIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora