El ocaso de la humanidad

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Pronto descubrí una cosa extraña en relación con mis pequeños huéspedes: su falta de interés. Venían a mí con gritos anhelantes de asombro, como niños; pero cesaban en seguida de examinarme, y se apartaban para ir en pos de algún otro juguete. Terminadas la comida y mis tentativas de conversación, observé por primera vez que casi todos los que me rodeaban al principio se habían ido. Y resulta también extraño cuán rápidamente llegué a no hacer caso de aquella gente menuda. Franqueé la puerta y me encontré de nuevo a la luz del sol del mundo, una vez satisfecha mi hambre. Encontré continuamente más grupos de aquellos hombres del futuro, que me seguían a corta distancia, parloteando y riendo a mi costa, y habiéndome sonreído y hecho gestos de una manera amistosa, me dejaban entregado a mis propios pensamientos.

La calma de la noche se extendía sobre el mundo cuando salí del gran vestíbulo y la escena estaba iluminada por el cálido resplandor del sol poniente. Al principio las cosas aparecían muy confusas. Todo era completamente distinto del mundo que yo conocía; hasta las flores. El enorme edificio que acababa de abandonar estaba situado sobre la ladera de un valle por el que corría un ancho río; pero el Támesis[1] había sido desviado, a una milla aproximadamente de u actual posición. Decidí subir a la cumbre de una colina, a una milla y medida poco más o menos de allí, desde donde podría tener una amplia vista de este nuestro planeta en el año de gracia 802.701. Pues ésta era, como debería -haberlo explicado, la fecha que los pequeños cuadrantes de mi máquina señalaban.

Mientras caminaba, estaba alerta a toda impresión que pudiera probablemente explicarme el estado de ruinoso esplendor en que encontré al mundo, pues aparecía ruinoso. En un pequeño sendero que ascendía a la colina, por ejemplo, había un amontonamiento de granito, ligado por masas de aluminio, un amplio laberinto de murallas escarpadas y de piedras desmoronadas, entre las cuales crecían espesos macizos de bellas plantas en forma de pagoda -ortigas probablemente-, pero de hojas maravillosamente coloridas de marrón y que no podían pinchar. Eran evidentemente los restos abandonados de alguna gran construcción, erigida con un fin que no podía yo determinar. Era allí donde estaba yo destinado, en una fecha posterior, a llevar a cabo una experiencia muy extraña -primer indicio de un descubrimiento más extraño aún-, pero de la cual hablaré en su adecuado lugar.

Miré alrededor con un repentino pensamiento, desde una terraza en la cual descansé un rato, y me di cuenta de que no había allí ninguna casa pequeña. Al parecer, la mansión corriente, y probablemente la casa de familia, habían desaparecido. Aquí y allá entre la verdura había edificios semejantes a palacios, pero la casa normal y la de campo, que prestan unos rasgos tan característicos a nuestro paisaje inglés, habían desaparecido.

«Es el comunismo», dije para mí.

Y pisándole los talones a éste vino otro pensamiento. Miré la media docena de figuritas que me seguían. Entonces, en un relámpago, percibí que todas tenían la misma forma de vestido, la misma cara imberbe y suave, y la misma morbidez femenil de miembros. Podrá parecer extraño, quizá, que no hubiese yo notado aquello antes. Pero ¡era todo tan extraño! Ahora veo el hecho con plena claridad. En el vestido y en todas las diferencias de contextura y de porte que marcan hoy la distinción entre uno y otro sexo, aquella gente del futuro era idéntica. Y los hijos no parecían ser a mis ojos sino las miniaturas de sus padres. Pensé entonces que los niños de aquel tiempo eran sumamente precoces, al menos físicamente, y pude después comprobar ampliamente mi opinión.

Viendo la desenvoltura y la seguridad en que vivían aquellas gentes, comprendí que aquel estrecho parecido de los sexos era, después de todo, lo que podía esperarse; pues la fuerza de un hombre y la delicadeza de una mujer, la institución de la familia y la diferenciación de ocupaciones son simples necesidades militantes de una edad de fuerza física. Allí donde la población es equilibrada y abundante, muchos nacimientos llegan a ser un mal más que un beneficio para el Estado; allí donde la violencia es rara y la prole es segura, hay menos necesidad -realmente no existe la, necesidad- de una familia eficaz, y la especialización de los sexos con referencia a las necesidades de sus hijos desaparece Vemos algunos indicios de esto hasta en nuestro propio tiempo, y en esa edad futura era un hecho consumado. Esto, debo recordárselo a ustedes, era una conjetura que hacia yo en aquel momento. Después, iba a poder apreciar cuán lejos estaba de la realidad.

La máquina del tiempo [Novela H.G. Wells]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora