Los Morlocks

16 2 0
                                    


Podrá parecerles raro, pero dejé pasar dos días antes de seguir la reciente pista que llevaba evidentemente al camino apropiado. Sentía una aversión especial por aquellos cuerpos pálidos. Tenían exactamente ese tono semiblancuzco de los gusanos y de los animales conservados en alcohol en un museo zoológico. Y al tacto eran de una frialdad repugnante. Mi aversión se debía en gran parte a la influencia simpática de los Eloi, cuyo asco por los Morlocks empezaba yo a comprender.

La noche siguiente no dormí nada bien. Sin duda mi salud estaba alterada. Sentíame abrumado de perplejidad y de dudas. Tuve una o dos veces la sensación de un pavor intenso al cual no podía yo encontrar ninguna razón concreta. Recuerdo haberme deslizado sin ruido en el gran vestíbulo donde los seres aquellos dormían a la luz de la luna -aquella noche Weena se hallaba entre ellas- y sentíame tranquilizado con su presencia. Se me ocurrió, en aquel momento, que en el curso de pocos días la luna debería entrar en su último cuarto, y las noches serían oscuras; entonces, las apariciones de aquellos desagradables seres subterráneos, de aquellos blancuzcos lémures, de aquella nueva gusanera que había sustituido a la antigua, serían más numerosas. Y durante esos dos días tuve la inquieta sensación de quien elude una obligación inevitable. Estaba seguro de que solamente recuperaría la Máquina del Tiempo penetrando audazmente en aquellos misterios del subsuelo. Sin embargo, no podía enfrentarme con aquel enigma. De haber tenido un compañero la cosa sería muy diferente. Pero estaba horriblemente solo, y el simple hecho de descender por las tinieblas del pozo me hacía Palidecer. No sé si ustedes comprenderán mi estado de ánimo, pero sentía sin cesar un peligro a mi espalda.

Esta inquietud, esta inseguridad, era quizá la que me arrastraba más y más lejos en mis excursiones exploradoras. Yendo al sudoeste, hacia la comarca escarpada que se llarna ahora Combe Wood, observé a lo lejos, en la dirección del Bansteadf2 del siglo XIX, una amplia construcción verde, de estilo diferente a las que había visto hasta entonces. Era más grande que el mayor de los palacios o ruinas que conocía, y la

fachada tenía un aspecto oriental: mostraba ésta el brillo de un tono gris pálido, de cierta clase de porcelana china, Esta diferencia de aspecto sugería una diferencia de uso, y se me ocurrió llevar hasta allí mi exploración. Pero el día declinaba ya, y llegué a la vista de aquel lugar después de un largo y extenuante rodeo; por lo cual decidí aplazar la aventura para el día siguiente, y volví hacia la bienvenida y las caricias de la pequeña Weena. Pero a la mañana siguiente me di cuenta con suficiente claridad que mi curiosidad referente al Palacio de Porcelana Verde era un acto de autodecepción, capaz de evitarme, por un día más, la experiencia que yo temía. Decidí emprender el descenso sin más pérdida de tiempo, y salí al amanecer hacia un pozo cercano a las ruinas de granito y aluminio.

La pequeña Weena vino corriendo conmigo, Bailaba junto al pozo, pero, cuando vio que me inclinaba yo sobre el brocal mirando hacia abajo, pareció singularmente desconcertada. «Adiós, pequeña Weena», dije, besándola; y luego, dejándola sobre el suelo, comencé a buscar sobre el brocal los escalones y los ganchos. Más bien de prisa -debo confesarlo-, ¡pues temía que flaquease mi valor! Al principio ella me miró con asombro. Luego lanzó un grito quejumbroso y, corriendo hacia mí, quiso retenerme con sus manitas. Creo que su oposición me incitó más bien a continuar. La rechacé, acaso un poco bruscamente, y un momento después estaba adentrándome en el pozo. Vi su cara agonizante sobre el brocal y le sonreí para tranquilizarla. Luego me fue preciso mirar hacia abajo a los ganchos inestables a que me agarraba.

Tuve que bajar un trecho de doscientas yardas, quizá. El descenso lo efectuaba por medio de los barrotes metálicos que salían de las paredes del pozo, y como estaban adaptados a las necesidades de unos mucho más pequeños que yo, pronto me sentí entumecido y fatigado por la bajada. ¡Y no sólo fatigado! Uno de los barrotes cedió de repente bajo mi peso, y casi me balanceé en las tinieblas de debajo. Durante un momento quedé suspendido por una mano, y después de esa prueba no me atreví a descansar de nuevo. Aunque mis brazos y mi espalda me doliesen ahora agudamente, seguía descendiendo de un tirón, tan de prisa como era posible. Al mirar hacia arriba, vi la abertura, un pequeño disco azul, en el cual era visible una estrella, mientras que la cabeza de la pequeña Weena aparecía como una proyección negra y redonda. El ruido acompasado de una máquina, desde el fondo, se hacía cada vez más fuerte y opresivo. Todo, salvo el pequeño disco de arriba, era profundamente oscuro, y cuando volví a mirar hacia allí, Weena había desaparecido. Sentíame en una agonía de inquietud. Pensé vagamente Intentar remontar del pozo y dejar en su soledad al Mundo Subterráneo. Pero hasta cuando estaba dándole vueltas a esa idea, seguía descendiendo. Por último, con un profundo alivio, vi confusamente aparecer, a un pie a mi derecha, una estrecha abertura en la pared. Me introduje allí y descubrí que era el orificio de un reducido túnel horizontal en el cual pude tenderme y descansar. Y ya era hora. Mis brazos estaban doloridos, mi espalda entumecida, y temblaba con el prolongado terror de una caída. Además, la oscuridad ininterrumpida tuvo un efecto doloroso sobre mis ojos. El aire estaba lleno del palpitante zumbido de la maquinaria que ventilaba el pozo.

La máquina del tiempo [Novela H.G. Wells]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora