Una conmoción repentina

28 3 0
                                    


Mientras permanecía meditando sobre este triunfo demasiado perfecto del hombre, la luna llena, amarilla y jibosa, salió entre un desbordamiento de luz plateada, al nordeste. Las brillantes figuritas cesaron de moverse debajo de mí, un búho silencioso revoloteó, y me estremecí con el frío de la noche. Decidí descender y elegir un sitio donde poder dormir.

Busqué con los ojos el edificio que conocía. Luego mi mirada corrió a lo largo de la figura de la Esfinge Blanca sobre su pedestal de bronce, cada vez más visible a medida que la luz de la luna ascendente se hacía más brillante. Podía yo ver el argentado abedul enfrente. Había allí, por un lado, el macizo de rododendros, negro en la pálida claridad, v por el otro la pequeña pradera, que volví a contemplar. Una extraña duda heló mi satisfacción. «No», me dije con resolución, «ésa no es la pradera».

Pero era la pradera. Pues la lívida faz leprosa de la esfinge estaba vuelta hacia allí. ¿Pueden ustedes imaginar lo que sentí cuando tuve la plena convicción de ello? No Podrían. ¡La Máquina del Tiempo había desaparecido!

En seguida, como un latigazo en la cara, se me ocurrió la posibilidad de perder mi propia época, de quedar abandonado e impotente en aquel extraño mundo nuevo. El simple pensamiento de esto representaba una verdadera sensación física. Sentía que me agarraba por la garganta, cortándome la. respiración. Un momento después sufrí un ataque de miedo y corrí con largas zancadas ladera abajo. En seguida tropecé, caí de cabeza y me hice un corte en la cara; no perdí el tiempo en restañar la sangre, sino que salté de nuevo en pie y seguí corriendo, mientras me escurría la sangre caliente por la mejilla y el mentón. Y mientras corría me iba diciendo a mí mismo: «La han movido un poco, la han empujado debajo del macizo, fuera del camino.» Sin embargo, corría todo cuanto me era posible. Todo el tiempo, con la certeza que algunas veces acompaña a un miedo excesivo, yo sabía que tal, seguridad era una locura, sabía instintivamente que la máquina había sido transportada fuera de mi alcance. Respiraba penosamente. Supongo que recorrí la distancia entera desde la cumbre de la colina hasta la pradera, dos millas aproximadamente, en diez minutos. Y no soy ya un joven. Mientras iba corriendo maldecía en voz alta mi necia confianza,

derrochando así mi aliento. Gritaba muy fuerte y nadie contestaba. Ningún ser parecía agitarse en aquel mundo iluminado por la luna.

Cuando llegué a la pradera mis peores temores se realizaron. No se veía el menor rastro de la máquina. Me sentí desfallecido y helado cuando estuve frente al espacio vacío, entre la negra maraña de los arbustos. Corrí furiosamente alrededor, como si la máquina pudiera estar oculta en algún rincón, y luego me detuve en seco, agarrándome el pelo con las manos. Por encima de mí descollaba la esfinge, sobre su pedestal de bronce, blanca, brillante, leprosa, bajo la luz de la luna que ascendía. Parecía reírse burlonamente de mi congoja.

Pude haberme consolado a mí mismo imaginando que los pequeños seres habían llevado por mí el aparato a algún refugio, de no haber tenido la seguridad de su incapacidad física e intelectual. Esto era lo que me acongojaba: la sensación de algún poder insospechado hasta entonces, por cuya intervención mi invento había desaparecido. Sin embargo, estaba seguro de una cosa: salvo que alguna otra

Época hubiera construido un duplicado exacto, la máquina no podía haberse movido a través del tiempo. Las conexiones de las palancas -les mostraré después el sistema- impiden que, una vez quitadas, nadie pueda ponerla en movimiento de ninguna manera. Había sido transportada y escondida solamente en el espacio. Pero, entonces, ¿dónde podía estar?

Creo que debí ser presa de una especie de frenesí. Recuerdo haber recorrido violentamente por dentro y por fuera, a la luz de la luna, todos los arbustos que rodeaban a la esfinge, y asustado en la incierta claridad a algún animal blanco al que tomé por un cervatillo. Recuerdo también, ya muy avanzada la noche, haber aporreado las matas con mis puños cerrados hasta que mis articulaciones quedaron heridas y sangrantes por las ramas partidas. Luego, sollozando y delirando en mi angustia de espíritu, descendí hasta el gran edificio de piedra. El enorme vestíbulo estaba oscuro, silencioso y desierto. Resbalé sobre un suelo desigual y caí encima de una de las mesas de malaquita, casi rompiéndome la espinilla. Encendí una cerilla y penetré al otro lado de las cortinas polvorientas de las que les he hablado.

La máquina del tiempo [Novela H.G. Wells]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora