Isabel y Farlan

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Tan callado como estaba todo en ese atardecer, el sonido de los tacones de sus botas al golpear el suelo lograba escucharse aún más alto.

Era pura percusión. Percusión, percusión... percusión. Percusión, percusión. Más percusión.

Si cerraba los ojos le llegaba mejor, tan claro, que formar en su mente los trazos de su cuerpo, los rasgos de su cara, y sus delicados pies taconeando en el descansillo de piedra de la ecalera no le costaba trabajo alguno. Una figura delgada en un viejo vestido harapiento que él encontraba hermoso, una sonrisa descuidada pretendiendo modelar sus labios. Saltos elevados, ligereza de una pluma.

Farlan respiró, y con la gran exhalación en la que dejó vacíos sus pulmones dejó escapar también esa corta fantasía.

—Isabel...—se echó el hatillo al hombro luego de recogerlo todo, y fue a alcanzarla en el pequeño portal—. Nos vamos.

Cinco segundos pasaron antes de que ella le prestara atención, cinco segundos durante los que fue espectador del sencillo baile de pueblo que traía envivecido a su ser. Ahora, aquí afuera, ya no todo era tan callado: el aullido quedo del viento de la tarde servía de acompañamiento al compás de sus pisadas.

Tacón uno, tacón dos, tacón dos. Tacón uno. Una pirueta. Tacón.

¡Voilá...! —sentenció Isabel, dando un cabezazo hacia atrás para deshacer la exagerada genuflexión que había puesto para cerrar. Minúsculos instantes después, los rebeldes cabellos de su flequillo informe estuvieron haciendo de las suyas mientras trataban de caer en el lugar apropiado de su frente. Y ella empezó a reír.

Para la claridad de conciencia de Farlan eso fue un detonador de desconcierto.

—Vamos —le resultó difícil decirlo con normalidad.

—Vale, sí, vamos. Creo que ya estamos un poco tarde, ¿no? —cedió, ajena a cuán perjudicial resultaba para la concentración de él cada una de esas esporádicas carcajadas.

—Pues sí —coincidió, y comenzaron a bajar juntos por los peldaños irregulares que conducían directo desde su casa al empedrado pavimento.

El naranja crepuscular en la cúspide del cielo fluctuaba ahora hacia sus tonos más opacos. Las bases de la cúpula iban perdiendo claridad, y las nubes en tonalidades muertas de violetas y rosados se iban incorporando con sutileza al evento. Una sola estrella era visible desde lo más plano de la tierra cuando los dos llegaron a doblar la esquina de la comunidad en la que vivían.

—Está bastante tranquilo hoy, hasta tenebroso —Farlan comentó.

—Uhum. Supongo que todos estén escondiéndose desde temprano, ya sea porque le temen a la policía que ha de estar por llegar, o porque le temen a esos a los que la policía viene a buscar. Típica rutina de La Noche de los Muertos en un área urbana de mal prestigio y llena de supersticiosos.

Rodaron los ojos a la par, esbozaron sendas sonrisas.

—¿Aunque sabes? No me molesta que la anciana de dos cuadras antes de nuestra casa siempre invoque a sus espíritus guardianes y bla bla bla para mantener alejado al fantasma del Rey Fritz I (Primero) —Isabel se frotó los brazos con vigor, fingiendo un dramático escalofrío—. Las leyendas dicen que ese viejo era un tirano horrible, uuuuh.

Ante su tono, Farlan no pudo hacer más que reír, otra vez. Negó con la cabeza, aunque se vio obligado a estar de acuerdo con aquel comentario. Solo dos metros más de andanzas los cubrieron en silencio.

—Aaahg. No entiendo por que tenemos que ir nosotros hasta el cuartel aquel a pasar la noche con Levi y esa niña-soldado de Shiganshina —los brazos de Isabel se mantuvieron cruzados y su labio inferior se proyectó ligeramente hacia adelante.

Pavesas en el humo: historias para un HalloweenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora