El brazalete
-¡Corre, Jaime, corre!- gritó Serena, mientras se internaba en la arboleda que marcaba el límite entre el colegio y el vecindario. Él obedeció logrando escabullirse en medio de los pocos transeúntes que paseaban a esa hora de la tarde. Cuando dejó atrás la primera cuadra, se detuvo para acomodarse el gorro sobre las orejas y, silbando, se dirigió a casa como si nada hubiese sucedido.
Bordeando el pequeño bosque y amparada en las sombras, Serena, aún con el corazón acelerado, buscó un camino alternativo para volver a su hogar. Sólo unas pocas cuadras la separaban de casa, pero era muy importante tomarse un tiempo. Agazapada entre los árboles, esperó varios minutos. Al moverse hacia atrás, sintió que algo le tocaba el hombro. Respiró con fuerza y temblando miró por el rabillo del ojo para descubrir una gran rama enganchada en su chaleco. Tuvo ganas de reír, se contuvo y contó hasta 600 antes de proseguir su camino. Había olvidado el teléfono y jamás usaba reloj, pero no podía coincidir con Jaime. De ser descubierta jamás confesaría que su vecino la había ayudado a romper los vidrios de la inspectoría, los que daban justo a la calle. El pobre sólo siguió mis instrucciones, la venganza es mía, se dijo en un acto de contricción.
—¿En serio quedarías conforme si yo te ayudo en la tarea?— había preguntado su amigo, marcando en el aire las comillas y ella había asentido, pero una vez realizado el plan, supo que la idea era estúpida. Debería haber pensado en una acción contra Theresa. Su humillación hubiera sido reconfortante. Cada vez que la imaginaba, una ola de ira le provocaba golpes de corriente, como si pisara el suelo con zapatillas plásticas al cerrar la puerta del auto. Pero ya era tarde. Habían ejecutado la acción. Maldita chica, se dijo, todo esto es su culpa. Algún día me las pagará.
Theresa había sido su compañera de curso desde que entraron al jardín de infantes. En esa época ya mostraba una personalidad avasalladora y un dejo de agresividad, el que sus padres justificaban como "humor sarcástico" cuando el resto de los apoderados acudía a la Dirección del colegio a quejarse por las torturas a las que sometía a sus hijos. La niña se afanaba escondiendo útiles o quitándoles las golosinas, entre otras gracias. Serena no podía contar las veces en que, encargada de llenar los vasos de leche, a la hora del té, Theresa, había rebasado el suyo. La niña era muy pequeña, de cabello claro, ojos azules, llevaba anteojos y tenía un tic en el ojo, el que se fue acentuando con los años, igual que su maldad. Ahora, recién cumplidos los diecisiete, había desatado su furia contra Serena, después de saber que ésta salía con el chico más interesante de la escuela, que era en quien ella había posado sus ojos.
La jugada de Theresa fue fácil, no necesitó a nadie para realizarla y lanzó la bomba que cambiaría la vida de Serena.
—¡Profesor! ¡Profesor!—dijo sollozando en clases aquella tarde en que todo se volvió una pesadilla,— me robaron el brazalete de mi abuela. Lo tenía en mi bolso de gimnasia y ya no está. Por favor ayúdeme, en casa me matarán si saben que lo perdí.
—Theresa, bien sabes que no debes traer joyas a la sala. Y, por favor, no acuses de robo sin pruebas. No tengo que recordarte que los alumnos de este prestigioso establecimiento y sus familias, son gente decente.
— Pero profesor, le ruego que haga algo...en serio, voy a tener un gran problema con mis padres—dijo, comenzando a temblar como un cachorro asustado. El hombre se quedó mirando a la chica, luego dirigió unos instantes la vista al infinito y tomó una decisión.
— Está bien, si todos están de acuerdo, revisaremos sus bolsos y mochilas y si no aparece nada, como estoy seguro que sucederá, tendrás disculpas a sus compañeros.— Por favor, abran sus bolsos ahora.
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Hijos de la luna
Teen FictionSerena tiene una vida cómoda y feliz. Está a punto de terminar el colegio, sale con un chico interesante y su familia no tiene problemas, en apariencia. Una mala jugada de una compañera hará que toda su vida cambie de un momento para otro. En este...