los chimpancés, después de haberse abofeteado durante mucho tiempo con ambas manos indignados, le permitieron lavar el taparrabos niur en el manantial que pasaba por el pueblo, para mojar la manta negra.Y la huérfana reanudó su viaje, ahora estaba en un lugar verdaderamente antiguo. El camino frente a ella se abrió para cerrarse detrás de ella. Los árboles, los pájaros, los insectos, las tierras, las hojas muertas, las hojas secas, las lianas , los frutos, todo hablaba. Y en este lugar, ni rastro de criatura humana. ¡Fue empujada, saludada, pequeña Aïwa! quien caminaba, caminaba y veía que no se había movido desde que caminaba y luego, de repente, como empujada por una fuerza prodigiosa, dio pasos y pasos que la hicieron hundirse más en el bosque donde reinaba un silencio agonizante.Frente a ella, un claro y al pie de un plátano, un agua creciente.ella se arrodilla, sonríe.el agua tiembla.Y era tan clara, esta agua, que en ella se reflejaban el cielo, las nubes, los árboles.Aïwa tomó un poco de esta agua, la echó sobre la manta negra.La manta negra se mojó. Arrodillada al borde del manantial, se tomó dos lunas para lavar la manta negra, que quedó negra. Se miró las manos llenas de ampollas y se puso de pie. entregado al séquito.
¡Mi madre ven a verme!
¡Aïwa-ô! ¡Aïwa!
Para verme al borde del manantial,
¡Aïwa-ô! ¡Aïwa!
La manta negra será blanco como el caolín
¡Aïwa-ô! ¡Aïwa!
¡Ven a ver mi mano, ven a ver a tu hija
!¡Aïwa-ô! ¡Aïwa!
Apenas terminó de cantar, su madre le entregó una manta blanca, más blanca que el caolín, y ella le quitó la manta negra sin decir nada, derritiéndose en el aire.Cuando la madrastra vio la manta blanca, abrió los ojos con asombro.tropezó, esta vez no de rabia, sino de miedo, pues había llegado a reconocerse como uno de las manta blancos que habían servido para enterrar a la primera esposa de su marido.pero Aïwa sonreía, seguía sonriendo.Vuelve a sonreír con la sonrisa que encontramos en los labios de las jovencitas
