|~VIII~|

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Un humo negro comenzó a invadir toda la estancia desde las esquinas y poco a poco acudía al centro del lugar

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Un humo negro comenzó a invadir toda la estancia desde las esquinas y poco a poco acudía al centro del lugar. Observaba como la rodeaba mientras su cuerpo, asustado de por sí, comenzaba a temblar. No sabía que era aquello que parecía ir a por ella, pero su instinto le decía que era peligroso. Continuaba acercándose cuando de repente se detuvo. Un radio de medio metro se imponía de distancia entre ella y esa niebla oscura.

No fue hasta que alguien llamó a la puerta de su alcoba que el humo se esfumó como si simplemente hubiera sido obra de un mal sueño.

—¿Va todo bien? —Era su sirvienta.

Sus ojos negros se posaron en el cuerpo de su marido, tirado en el suelo y envuelto por el humo.

—Sí, solo me he caído —logró decir con voz temblorosa.

Sabía que no iba a convencerla con aquello. Su sirvienta había estado escuchando meses cómo él se propasaba con ella, más de una vez fue ella quien tuvo que asistirla. Sin embargo, era consciente de que a la hora de la verdad no daría la cara por ella.

Tras unos segundos, la mujer volvió a hablar.

—Avísenme si necesitan algo.

Aguardó a escuchar sus pasos alejarse, solo entonces fue capaz de respirar de nuevo.

Cuando se volteó en aquella estancia, su rostro se desencajó al encontrar al lado del cuerpo inerte de su marido un libro; el mismo que parecía acecharla por casa en aquellos días.

Negó con la cabeza y se apresuró en agarrar las sábanas de su alcoba para arrojarlo sobre él, le daba demasiado miedo.

Buscó consuelo y auxilio del mismo modo que lo hacía a diario; se arrodilló en el suelo, a los pies de la cama, y se dispuso a rezar. Lo hacía siempre, desde pequeña, en parte porque era lo que le habían enseñado y en parte porque necesitaba creer en algo. Guardaba la esperanza de que sus plegarias fueran escuchadas y que por obra de un milagro su vida cambiara.

Pero no pasaba nada. Nunca pasaba nada.

Ignoraba cuanto tiempo permaneció allí de rodillas, las cuales comenzaban a dolerle, cuando separó sus manos y dejó caer sus brazos y cabeza sobre la cama. Liberó un sollozo de la manera más silenciosa que pudo.

—¿Qué voy a hacer? —Se repetía una y otra vez entre murmullos.

Como si se tratara de una señal, un aroma similar al del incienso se filtró en su nariz, erizándole la piel, y una brisa caliente meció la melena que caía hasta la mitad de su espalda.

Creía que comenzaba a enloquecer. Ese humo de antes, el libro, el olor... Todo ello debía ser producto de su imaginación. Había terminado de perder la cordura después de atizarle a aquella alimaña con la que se tuvo que casar. Quizá por la culpa, que la carcomía. Ella no era tan miserable como lo era él.

Rapsodia Infernal [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora