Era ya de noche en el Consejo del Valhalla, cuando dos de las hermanas valquirias, Göll y Brunilda, recorrían uno de los pasillos pétreos del establecimiento en dirección al consejo de los dioses.
Göll, la menor, una niña a ojos de cualquiera a pesar de tener más de mil ochocientos años, medía 1,50m, tenía ojos verdes como los de la mayoría de sus hermanas, el cabello era color lavanda y corto, recogido a un lado de su cabeza con una prensa de oro. Vestía unos shorts negros, con una malla a juego en la pierna izquierda, cuyas tiras formaban una equis entre el borde del pantalón y el de la malla. Sus zapatos eran verdes con suela blanca, y llevaba una camisa blanca y fresca por debajo de un chaleco amarillo, y una chaqueta anaranjada bordeada en blanco.
Brunilda, la mayor y quien en vida fue esposa del legendario Sigurd y madre de la princesa Aslaug, tenía ojos gemelos a los de su hermana, cabello azabache decorado con piezas de oro, y un largo vestido níveo con decoraciones negras que, a su vez, estaban decoradas con hilo de oro. Medía 1,83m de altura, y su mirada era gélida y pétrea.
Más adelante, se llevaba a cabo el Consejo del Valhalla, en el que todos los dioses se reunían una vez cada mil años a decidir el destino de la humanidad.
—Ya no falta mucho —dijo Göll, y ambas aceleraron el paso.///
—Aclarados todos los demás asuntos, pasamos al más importante: el destino de la humanidad —dijo Zeus, sentado en el centro de la mesa de mármol blanco que compartía con el resto de los dioses principales—. Hemos de decidir si los dejamos vivir, o los matamos. Para votar por dejarlos vivir, levantarán su raqueta, mostrando la figura del anillo negro. Para votar por exterminarlos, harán lo mismo, pero mostrando el lado en el que se muestra una equis roja. Bien, procedo a escuchar argumentos y votos.
Era un hombre sumamente alto, se 2,50m, con cabello castaño, largo y entrecano, junto a una barba corta y pulcra que ya era casi enteramente blanca, salvo por su bigote y chivo, que formaban un candado castaño en la marea blanca de su barba. Sus ojos eran azules y fríos, y vestía una túnica azul y blanca sin mangas cuya falda llegaba hasta encima de las rodillas, y dejaba expuestos tres cuartos de la mitad izquierda de su fornido torso. Vestía, además, un collar de oro a juego con sus brazaletes y los anillos que llevaba en el cabello. Sus sandalias, hechas con suelas de caucho y largas tiras de un cuero sumamente fino, se trenzaban en sus piernas hasta donde estaría el dobladillo del pantalón.
Lo acompañaban a su izquierda: Odín, del panteón nórdico, Dana, del panteón celta, Nü Wa, del panteón chino, Ra, del panteón egipcio, Shiva, del panteón hindú, y Olorun, del panteón yoruba. Y a su derecha: Amaterasu, del panteón japonés, Unkulunkulu, del panteón zulú, Huitzilopochtli, del panteón azteca, Buda, Jesucristo en representación de Yahvé, y Nyarlathotep, del panteón lovecraftiano, en su forma de hombre elegante con bigote enormemente parecido a Vincent Price, que era escoltado por dos panteras, en representación de Yog-Sothoth.
Frente a ellos, en un inmenso anfiteatro, estaban acomodados el resto de los dioses, de todos los panteones y culturas.
Shiva fue el primero en alzar la mano. Tenía la piel morada, con tatuajes azules en sus dedos, brazos y cuello, músculos prominentes, cuatro brazos poderosos como cañones, y cabello azabache y algo largo. No vestía más que unos pantalones abolsados de tonalidad amarilla, a juego con una banda con la que se sujetaba el cabello. Tres de sus ojos estaban cerrados, específicamente el de la frente, y los que estarían debajo de donde se situaban normalmente los ojos de los demás.
El voto del dios hindú mostraba una equis roja, sujetado por su mano superior derecha.
—Estoy harto de tratar de guiarlos —dijo—. Parecen empeñados en matarse, ya no nos escuchan, y cada vez son más degenerados. Sus almas se pudren, me da asco el sólo ver de lo que son capaces.
Afrodita, alta, rubia y la más hermosa de todas, apoyó su voto desde el público, alzando también la equis roja, cuanto el dios hindú de la destrucción terminó con su argumento. Estaba sentada en su trono de gólems, descalza y sin vestir más que un ligero y revelador vestido de seda rosada, con sus rizos dorados coronados por las flores más bellas de Grecia. Su rostro angelical mostraba una mueca de desagrado.
—Concuerdo con Lord Shiva —dijo—. No sólo se matan entre ellos, sino que también al mundo que los rodea. Los bosques mueren, los mares se han vuelto un montón de fango apestoso con petróleo y basura, y varias especies animales y vegetales se extinguen por segundo. No tienen redención, merecen morir.
Nyarlathotep fue el siguiente en votar, mostrando una equis roja.
—Tú eres el último que esperaba ver votando por su extinción, viendo lo que te gusta atormentarlos —observó Odín, viendo al representante de Yog-Sothoth con su único ojo, de iris carmesí.
Su barba y casi escaso cabello eran grises, casi níveos, y vestía ropajes vikingos de cuero y la piel del lobo negro Fenrir, a quien había matado, desollado, y posteriormente vestido, desde hacía miles de años. Su parche, situado en el ojo derecho, también venía de la piel del lobo negro del tamaño de un corcel de guerra que supuestamente había estado destinado a matarlo. Junto a su silla, reposaba la legendaria lanza Gungnir, dorada y brillante como un sol, incapaz de fallar nunca al ser arrojada. En su hombro izquierdo, estaba su cuervo albino, Hugin, y en el derecho, el cuervo negro Munin.
—Torturarlos se ha vuelto aburrido —confesó el dios lovecraftiano—. Ya no es lo mismo, es como dice Lord Shiva, están podridos, cada vez más degenerados. Incluso Y'Golonac se horroriza de lo que son capaces de cometer.
—¡Es cierto! —clamó el susodicho, otro dios lovecraftiano con el aspecto de un hombre decapitado, mórbidamente obeso y desnudo, que hablaba a través de las repulsivas y babeantes bocas que tenía en las palmas de sus manos, con tres hileras de dientes cónicos, torcidos y amarillos de sarro, y de las que manaba un aliento rancio y pútrido. Su voto mostraba la equis de sangre.
—Digo que los matemos —dijo Nyarlathotep con una media sonrisa, a lo que se unieron desde el público el resto de las deidades lovecraftianas, como Hastur, Cthulhu, Shub-Niggurath, Ubbo-Sathla, Yaldabaoth, Dagón, etcétera, todos mostrando la terrible equis carmesí.
Dana de los celtas fue la siguiente en votar, también con el que recién se había vuelto un emblema de muerte.
Era una mujer hermosa y alta, pero con aire arrogante y tantos aires de superioridad que hacían que uno se olvidara de su belleza divina inmediatamente. Su cabello era plateado, su piel pálida y tersa, sus ojos, negros y penetrantes, y medía dos metros con diez. Vestía un vestido largo de seda verde cuya falda se abría en el muslo, y su cabello de plata estaba acomodado en un peinado similar a la de las reinas medievales, con una red de hilo de plata y diminutas esmeraldas manteniéndolo unido. Sus ojos estaban cerrados, y su boca torcida en esa arrogante sonrisa tan característica de ella.
—Concuerdo. Ya ni siquiera nos adoran a mis hijos ni a mí. Que se vayan a la mierda —dijo.
—Tampoco nos adoran a mí y a los míos con honestidad, sólo lo hacen para rebelarse contra Yahvé, su iglesia y su hijo —dijo Odín, quien, tras mostrar el voto de la equis sangrienta, llevó su ojo a Jesús—. Sin ofender.
Jesucristo sonrió con dulzura y con un gesto de mano le dijo a Odín que no se había ofendido, para luego proceder a votar; mostró un anillo negro.
—Mi padre me mandó hace mucho tiempo a redimir a la humanidad con mi propia carne y sangre. Los dioses debemos amar a los humanos, guiarlos, educarlos y corregirlos. No serán perfectos, pero se merecen otra oportunidad —dijo el León de Judá.
Su cabello era largo y castaño, a juego con su barba, su piel era pálida, con las cicatrices de su crucifixión muy visibles, casi como si brillaran. Sus ojos eran azules como los zafiros más preciosos, y su mera aura era cálida y reconfortante. Vestía humildes ropajes blancos, sandalias, y su báculo marfileño, similar al de un pastor o un mago muy poderoso, estaba junto a su asiento.
—¿Pero exactamente cuántas oportunidades quieres darles, Nazareno? —inquirió el primogénito de Dana, Dagda.
—Las que hagan falta —respondió Jesús con paciencia.
—Me temo que concuerdo con J.C. —dijo Buda Gautama, mostrando el voto del anillo negro.
Tenía un cabello largo y plateado como el de Dana, peinado en un extravagante nudo que sujetaban agujas y anillos de oro. Llevaba gafas de lentes rosadas, costosos y pesados aretes de oro colgando de los enormes lóbulos de sus orejas, con sus dientes caninos inferiores, particularmente largos, asomando entre los labios, que se movían mientras saboreaba un poppy de caramelo. Vestía sandalias, pantalones blancos holgados que llegaban hasta el dobladillo, y una camisa negra sin mangas que mostraba su cuerpo fornido, y tenía como dibujo un conejo con un parche y una equis por boca, bajo el que se leía "Usa-chan". Su arma, el Bastón de los Seis Caminos, estaba, al igual que Gungnir y el báculo de Jesucristo, al lado de su asiento.
Él y Jesús, junto a Sócrates, Confucio, Mahoma, Mary Wollstonecraft, Harriet Taylor Mill, Hipatia y Marco Aurelio, integraban un grupo conocido como "los Nueve Sabios".
—Y yo —dijo Heracles, mostrando el anillo negro—. Mis lores y ladies, creo que son demasiado severos. La humanidad no será perfecta, pero tienen sus cosas buenas. Demostrémosles nuestro amor y compasión. Somos como sus padres; debemos guiarlos, no dejarlos caer.
Era un hombre alto y hermoso, sumamente fornido, con largos cabellos pelirrojos, y unos nada discretos 2,30m de altura. Vestía sandalias, una escarcela de cuero, y una hombrera del mismo material. Sobre sus poderosos y divinos músculos, había un complejo tatuaje carmesí, que a pesar de haber sido aplicado hace milenios, mantenía su color sangriento. Su enorme mano derecha cargaba con su arma por excelencia: un enorme mazo marfileño, largo, pesado, y con la cabeza del León de Nemea tallado en la punta, con la melena extendiéndose por gran parte del arma.
—Por más que me gustaría concordar con ustedes —dijo Amaterasu, la Princesa del Sol, inmensamente parecida a la bella actriz japonesa Nanako Matsushima—, me temo que los humanos ya han colmado mi paciencia, y hablo por Susanoo, Raijin y Tsukuyomi cuando digo que deben irse.
Esto dicho, alzó el voto de la equis roja, a quien se unió la también bella Nü Wa, quien era inmensamente parecida a Fala Chen.
Los argumentos vinieron a montones seguido eso, dejando básicamente a Jesucristo y Buda solos en defensa de la humanidad contra el resto de los dioses. Salvo por ellos dos, todos votaron por la equis roja. Eventualmente, Ra, Huitzilopochtli y Unkulunkulu se unieron al voto sangriento.
—He de decir, que concuerdo con la mayoría —dijo Olorun, alto, bello y esbelto, de tez oscura, con tatuajes dorados (que hacían juego con sus ojos) en sus mejillas y cabeza calva, así como en sus poderosos y fornidos brazos. Al igual que Jesús, llevaba un báculo, sólo que dorado y humeante en el extremo superior. Vestía sandalias, una túnica exquisita de seda celeste con forraje interior rosado, dos collares trenzados con los mismos colores de su túnica y únicos entre sí con hilo de oro, y anillos del mismo material coronados con piedras preciosas en sus dedos fuertes y largos—. Serán nuestra creación más duradera hasta ahora, pero cruzaron la raya hace rato. Deben irse.
—Muy bien... —dijo Zeus—. No tenemos una decisión unánime, pero sólo Jesús, Heracles y Buda se oponen a la aplastante mayoría. Yo, Zeus, hijo de Cronos y Rea, presidente del Consejo del Valhalla, declaro por la presente, que la humanidad será aniquilada.
Esto dicho, Zeus dio un martillazo cual juez dictando una sentencia, tras lo cual una voz femenina lo llamó desde la entrada al Consejo.
—¡Lord Zeus! —lo llamó Brunilda.
El Crónida levantó sus ojos azules a las valquirias.
—Ah, eres tú. ¿Qué sucede?
—Oí que decidieron acabar con la humanidad —dijo la valquiria, acusadora—. ¿Es eso cierto?
—Sí, decenas de miles contra tres, por lo que la humanidad morirá. No entiendo por qué esto es de tu interés, valquiria.
—¡Entrometida! —gritó Hugin desde el hombro de Odín.
—¡Sí! ¿Qué haces aquí siquiera? ¡Largo! —lo apoyó Munin—. ¿O quieres pelear, eh?
Brunilda los ignoró.
—Lord Zeus, pienso que la humanidad se merece una oportunidad de demostrar que lo vale —dijo—. Como prueba del amor y compasión de los dioses, solicito que se ponga a la humanidad a prueba.
—¿Una prueba? —inquirió Ra—. Ya suenas como Yahvé, ahora nos dirás que inundemos la Tierra y salvemos sólo a los dignos, que andarán en un arca con una pareja de cada especie de animales, ¿no?
—¿O quieres otra Era del Hielo? —preguntó Huitzilopochtli, burlón.
—Ninguna de esas, mis lores —dijo Brunilda, y con un destello verde, materializó un libro grueso en su mano derecha. Un rayo de luz la iluminó, y tras aclararse la garganta, procedió a leer—. De acuerdo con el artículo 62, párrafo quince, de la Constitución del Valhalla, si los dioses deciden acabar con la humanidad, ha de otorgárseles la oportunidad de pelear.
Dana sonrió burlona.
—¿Estás hablando de...?
—Así es —la interrumpió la mayor de las valquirias—. El torneo Ragnarok, la batalla final entre los dioses y los humanos. Trece dioses, contra trece humanos, en duelos a muerte de uno contra uno. El primer bando en alcanzar las siete victorias, gana. Si los humanos ganan, pueden existir por otros mil años. Si ganan ustedes, podrán exterminarlos —Brunilda cerró el libro, que se esfumó con el mismo destello verde con el que llegó—. ¿Qué me dicen?
Göll, a su derecha, esperó ansiosa la respuesta de los dioses.
Pasaron varios segundos que se sintieron como una eternidad, hasta que por fin los dioses reaccionaron... Riéndose a carcajadas, salvo por Heracles, Jesús y Buda.
Göll tragó saliva.
—¿Q-qué es tan divertido? —tartamudeó la menor de las valquirias.
—¡¿Un torneo?! ¡No me hagan reír, valquirias insolentes! —dijo Dana entre carcajadas.
—¡Es imposible que un humano pueda matar a un dios! —clamó Huitzilopochtli, riendo.
—¡Las ratas no pueden contra los dragones! —rugió Nyarlathotep.
—Oh, de eso no me cabe duda —dijo Brunilda—. Más bien, por eso mismo pensé que accederían. A no ser que... ¿Les de miedo perder?
Las carcajadas cesaron de golpe, y Göll volteó a ver a Brunilda con los ojos abiertos como platos.
—Ay, si ese es el caso... —dijo la mayor de las valquirias, con dulzura tan falsamente inocente como lo era verdaderamente sarcástica—. Por Dios, qué tonta soy... ¿Saben qué? Adelante, mátenlos, no me hagan caso. A mí también me daría miedo enfrentarlos y perder, ¿quién querría ser asesinado por un humano? Mi hermana y yo ya nos vamos, imaginen que nunca estuvimos aquí. Vámonos, Göll.
Allí, comenzaron a escucharse gruñidos de parte de los dioses, así como apoya brazos siendo despedazados por el férreo agarre de sus manos, pies hundiéndose con furia en el suelo. Afrodita, por ejemplo, hizo pedazos los brazos de sus gólems con sólo apretar los dedos, y eso que no lucía muy fuerte, físicamente hablando.
—¿Asustados, dices? —inquirió Zeus—. Mis queridos amigos, compañeros dioses, ¿qué dicen? Estiremos las piernas un rato, y entretengámonos en ese torneo.
El público rugió en aprobación. Nuevamente, sólo Jesús, Buda y Heracles permanecieron callados. El primero se frotó los ojos, consternado. El segundo permaneció como si el asunto no fuera con él, saboreando el poppy que tenía en la boca, y el tercero, se secó el sudor de la frente, llevando los ojos de las valquirias a su padre.
—Muy bien —dijo el Agitador de las Nubes y los Cielos—. Le daremos a la humanidad la oportunidad de pelear. Yo elegiré a los representantes divinos, y tú, valquiria, a los mortales. Toda la humanidad, así como todos los dioses, presenciarán el torneo, así podrán maldecirte por darles falsas esperanzas, mocosa —esto dicho, dejó caer nuevamente el martillo.
—Sugiero que elija bien, Lord Zeus —dijo Brunilda—. Porque mi lista la conformarán los trece mejores guerreros de la historia de la humanidad.
—Y así será, niña insolente —replicó el Crónida—. Elige bien... Porque si ganamos, tú serás la primera en ser ejecutada. El torneo Ragnarok, ¡comenzará en una semana!
Brunilda y Göll, la primera estoica y la segunda ansiosa, hicieron una reverencia y se marcharon por donde vinieron.
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Record of Ragnarok: Los Otros Luchadores.
FanfictionLos dioses han decidido acabar con la humanidad. Sin embargo, la valquiria Brunilda apeló al artículo en el que se estipulaba que, de llegar los dioses a tal decisión, los humanos tendrían una oportunidad de pelear: el torneo Ragnarok, la batalla fi...