Él se despertó con sobresalto en medio de la noche. La pálida luz de la luna dejaba ver algunos detalles de su habitación y sus decoraciones. Hacía frío y el tono azulado lo incrementaba un poco más, a pesar del abrigo.
A su lado una figura delicada reposaba sobre una mullida almohada, con la paz propia de alguien que duerme sin las horas contadas.
Se incorporó para observarla mejor: como la primera vez, sus párpados dejaban notar sus abultadas pestañas, aunque cubiertas por el manto de las arrugas de sus ojos. Sus labios, algo más finos y marchitos, estaban algo abiertos, dejando salir un suave ronquido: el mismo que había oído toda su vida. Su nívea piel destacaba con el reflejo del espejo del tocador gracias a la luna llena, y le daba cualidades divinas, las mismas por las que años atrás, quedó completamente rendido.
Sonrió agradecido. Aquella compañía era todo lo que necesitó para sentirse afortunado. Eran siempre los dos, aunque en su corazón él creía que sólo eran uno.
Pero estaba cansado.
Su respiración no era como la primera vez, donde exhalaba continuamente suspiros de amor, su vista ya no veía con claridad ante las escamas de las cataratas, que vienen de la mano del paso del tiempo. Su cuerpo ya no era tan fuerte como cuando estrechaba a su amada contra sí mismo toda la noche, y la amaba apasionadamente.
Acercó su mano para acariciar su cabeza: el frondoso y arremolinado pelo eran solo finas pelusas de algodón blanco. Cubrió su débil torso con las mantas, acunándola tembloroso.
-El tiempo no pasa en vano, amor de mi vida. He sido dichoso y miserable en este caminar juntos- murmuró débilmente- pero lo habría hecho todo de nuevo, si eso significa estar contigo hasta hoy, una vez más.
Su acompañante abrió un poco los ojos. Había escuchado cada palabra, pero el cansancio no dejaba más que dibujar una sonrisa tenue en su rostro, diciendo:
-Descansa, viejo, descansa.
Como la primera vez, estaba nervioso, ya no por como iba a enfrentar el tiempo por delante, sino por como se le estaba yendo de las manos. Una leve angustia surgía de ver avanzar ese reloj de arena, con la última pizca divisada.
-Te amo tanto, tal vez por eso no quiero hacerlo. Si cierro mis ojos temo no verte de nuevo- exclamó acongojado de la idea que se dibujaba en su mente.
Sin embargo ella, conociendo sus sentimientos, como cuando empezaron ese camino, entrelazó sus ya no tersas manos con las suyas, e inclinándose hacia él, lo besó profundamente, con aquel contacto que sabía que le devolvería, aunque sea un poco, el valor perdido por la muerte cercana.
Después de eso, solo el silencio.
Una afonía oscura como la noche, los hizo reincorporarse en la cama para volver a dormir, aunque ninguno de los dos estaba seguro del despertar de la mañana siguiente.
A pesar de eso, todavía desde la ventana que los alumbraba, se podían ver aquellas manos juntas. Igual que en el principio, durante todo su matrimonio, y seguramente por la eternidad de sus almas.
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Salvadores Sencillos
Non-FictionEn esta pequeña obra contaré historias simples, de personas que pasan por esta vida alumbrando a los abatidos, haciendo el bien y buscando la paz. Si quieres volver a tener un poco de fe en la humanidad, lee si gustas. Estos anónimos seres humanos...