El ente conmovido

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En  lo más profundo de un blanco hospital se encuentra una habitación silenciosa. Ahí yace un delgado hombre de nívea piel, recostado inmóvil sobre las pálidas sábanas y mantas, cubriendo hasta su vientre. La ventana deja entrar tan solo un poco la luz del amanecer, ya que un grueso muro de ladrillo es todo el paisaje que puede apreciarse desde ahí.

Llevaba internado casi un año desde ese desafortunado día, cuando un accidente camino a la casa de sus padres en su modesto automóvil, dejó su vida suspendida en un hilo. Él no lo sabía, pero esa última maniobra para evitar el impacto del descarrilado camión que aplastó su puerta, logró proteger a las dos personas que más amaba de un fatal destino.

Cada día su amada esposa lo visitaba. Lo contemplaba desde la prisión de su sueño eterno acariciando con cuidado sus dedos, poniendo su mejilla sobre el dorso de su mano y entregándole cada vez, un suave beso en la frente.

Ella no se fijaba si aquel roce servía de algo, ya que la nula reacción parecía advertir que sólo maleaba arcilla con sus manos, hasta darle la forma del amor de su vida y salvador, pero de todas formas seguía intentando, ya que en lo más profundo de su ser, esperaba aquel milagro de un posible despertar.

Cuando ella se marchaba después de darle una corta bitácora de su día, siempre escurría una lágrima de su ojo derecho. Las vendas impedían notarlo, pero era la reacción más evidente de las esperanzas de ese hombre perdido, que sólo buscaba recuperar a su familia.

Y no era para menos, si dentro de su mente se hayaba en un oscuro mundo, repleto de seres de pesadilla de los que tenía que huir para sobrevivir a su inminente final, todo con el porte de un pequeño niño. Había descubierto, vagando sin rumbo gracias a un mapa antiguo como el laberinto de sus conexiones neuronales, que si lograba llegar a lo alto del monte en medio de ese oscuro sitio de quebrantados seres, donde se escondía un suave pilar de luz, podría volver a su casa, y a los brazos de aquella fiel compañera, a la que podía sentir y escuchar cada día, sin devolver sus gestos.

Un extraño ente cubierto por un raído manto lo seguía; siempre lo hacía, pero jamás se acercaba. Lo veía vigilante, como si quisiera cuidarlo en su travesía, y a veces le señalaba el escondite más seguro, y el camino más corto para llegar a la ladera anhelada. Durante todo ese año cruzaron juntos un lóbrego pantano, un pinar sombrío y esquivó eficazmente a lobos hambrientos cubiertos de cicatrices que reclamaban su alma. También a una espantosa mujer de sombrero negro, que le invitaba a renunciar a su esperanza, sumergiéndolo en un gran campo de escaleras y pasadizos, de los cuales casi queda atrapado. Pero en su mente sólo estaba su amada y aquel pequeño fruto de su amor, que esperaba ver cuanto antes. Aquel compañero de viaje parecía tenerle verdadera compasión, aunque no emitía palabras, ni mostraba su rostro.

Esa noche, la enfermera de turno notó como las manos del abatido hombre se cerraban en un débil puño, y corrió llamando al doctor a cargo. Parecía que algo pasaba, y la inconsciencia de aquel sujeto estaba cediendo.

Efectivamente lo había conseguido. Estaba en la cima y podía ver como su largo camino se desdibujaba en la lejanía, tocando con sus pequeñas manos el pilar de luz, como quien prueba el agua de la ducha para comprobar la temperatura.

Pero, cuando se disponía a bañarse definitivamente por la esperanzadora luz y su corazón latía con fuerza, su silente compañero lo empujó con fuerza para atrás, impidiendo que siguiera avanzando, haciéndolo caer sobre sus rodillas.

- ¡Hey! ¿Por qué has hecho esto?- dijo confundido- este es el único camino para volver a mi hogar, y me acompañaste toda la ruta hasta aquí.

-Solo saldrás de aquí, si ves mi rostro. Si vuelves, debes saber a quien enfrentaste.- Respondió el misterioso ser, hablando por primera vez. Su voz era profunda y siniestra, como un oscuro callejón lleno de peligros.

Retirando su manto y la capucha sobre su cabeza, el hombre con cuerpo de niño, horrorizado vio como su compañero no era ni más ni menos que un monstruo aún más grotesco de los que había visto: era una calavera consumida por los gusanos, pero aquellos, por la radianza del pilar, se transformaron lentamente en flores de gladiolo, que cayeron al suelo como una lluvia.

-Yo soy la Muerte, y perdonaré tu vida esta vez, pues con la tuya protegiste a la de Ella. Sus plegarias no me permitieron matarte y tocaron mi ser, por eso quiero sacarte... pero volverás aquí de algún modo, y esta vez haré que pases de este sitio, al definitivo, donde descansarás eternamente... - dijo el ente, ofreciendo su mano para levantar al cansado joven viajero, algo arrepentido de haberlo hecho caer.

Paralizado, el temor no le dejó avanzar. La Muerte miraba con una expresión seria al disminuido sujeto, haciendo un gesto para que avanzara ahora sin problemas. 

Pero no podía.

Hasta que desde la luz escuchó claramente la voz de su esposa. Parecía emocionada y lo llamaba en la lejanía:

Amor de mi vida ¿estás ahí? Estoy a tu lado; lo estaré por el resto de mis días. Si me escuchas, presiona mi mano, por favor...

Debía volver.

El extraño ser volvió a cubrirse y desapareció como una sombra, dejando las flores esparcidas por el piso, conduciendo el camino. Dentro de la luz, envuelto por ella, se encandiló por completo. Lentamente vio manchas moverse hasta que sus ojos se acostumbraron al entorno. Un fuerte dolor de cabeza punzó ambas sienes, pero pareció desvanecerse, cuando al girarse unos centímetros, vio a su esposa sosteniendo su mano con fuerza, y a su hija desde un pequeño coche, lloriqueando incómoda. Ya no eran sus recuerdos, sino que estaban presentes junto a la esperanzadora luz del amanecer.

Nunca estuvo tan feliz en toda su vida ante tamaña vista. Su mujer le pareció el ángel de la vida, rodeándolo con sus alas. En su largo terror nocturno, ella era ese pilar de luz a la distancia, guiando a un niño perdido. Había sido capaz con su acción diaria de conmover a la misma Muerte, y había vuelto gracias a ella.

Sin embargo, desde la habitación del frente, divisó como aquel ente que fue su guía, visitaba a un enfermo y le tocaba la frente con sus huesudos dedos hasta quitarle un último suspiro. Le hizo una familiar seña y se disolvió en el lugar.

Sueño y realidad se fundieron en el confundido sujeto al que le esperaba una larga rehabilitación para continuar con normalidad sus próximos días, hasta que le quede solo el último, y no le quede más remedio que unirse otra vez a ese extraño amigo conmovido, del que ahora era completamente consciente.

Salvadores SencillosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora