Capítulo 1.0

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Los días en el monasterio fluían de manera regular y monótona. Todos los sacerdotes, independientemente de su estatus, tenían obligaciones individuales y comenzaban el día con la oración matutina.

Aunque los deberes y las responsabilidades cambiaban cada mes, limpiar el monasterio y lavar el baño eran una rutina de todos los días, al igual que vender libros de doctrinas y ayudar a las personas enfermas y necesitadas.

De acuerdo a su costumbre, solo después de haber finalizado con la oración para agradecer el almuerzo, los sacerdotes podían empezar a comer su pan y su sopa.

Siguiendo el lema de Santa Belladona:  el que no trabajaba, no tiene derecho a comer, los monjes trabajaban siempre muy diligentemente

Ser sacerdote no significaba que solo hicieran un trabajo cómodo. Más bien, asumían el trabajo sucio que la gente del pueblo no quería hacer, como barrer las calles y limpiar los barrios marginales. Tal y como decía el monasterio, ellos tenían que trabajar más duro que la gente común para que a través de ese sacrificio obtengan el perdón de Dios por el pecado original humano.

Quizás por el hecho de siempre estar cumpliendo a fondo con las enseñanzas, la Orden Saint-Viet, a servicio del dios absoluto Baral, era famosa por tener un mayor poder de santidad en sus sacerdotes que cualquier otra Orden que adorara al dios. Y entre todos ellos, el más famoso era Eugene, aquel sacerdote con bata blanca.

Eugene tenía muchos apodos, como "Luz nacida en un barrio pobre" o "El monje plebeyo que ascendió a una posición alta sin ninguna conexión".

Este sacerdote poseía un alto poder divino que sanaba las heridas más graves e incluso los enfermos al borde de la muerte eran curados bajo sus manos santas. Y eso no era todo. Inusualmente, el poder divino que solía ser un poder incoloro, en las manos de Eugene adquirió una luz blanca, por lo que el apodo con el cual era más conocido fue: El Sacerdote Blanco.

Debido a eso, empezaron a circular rumores de que Eugene era el mensajero elegido y que su poder divino era un regalo de Dios.

La virtud de un buen sacerdote y el gran poder divino que emitía luz blanca diferenciandose de los demás, hicieron que Eugene fuera alguien especial, pero su verdadero razgo especial estaba en otra parte. La razón por la que Eugene se hizo popular fue en realidad por su apariencia.

Belleza. Eso es lo que lo describía.

Era tan hermoso que a menudo se escuchaba decir a la gente que en realidad era la encarnación del mismísimo Dios.

La piel blanca cremosa presumía de una suavidad que parecía derretirse al tacto incluso en medio del invierno, y los ojos tan claros que reflejaban el mar del amanecer despertaban exclamaciones cada vez que se cerraban y abrían.

Cabello plateado corto y prolijo, pero decisivamente desparramado. Sobre todo, lo que llamaba la atención de la gente en un instante, eran los extravagantes labios rojos que siempre parecían estar sellados.

Vestirse siempre pulcramente también tuvo un gran impacto en su imagen. Debido al duro trabajo que realizaban, no hubo un solo noble que no haya visto a los sacerdotes con sus batas sucias, pero eso no incluía a Eugene. Los nobles siempre se sentían atraídos por el hueso de su muñeca que se notaba ligeramente a través de la punta de sus bien planchadas mangas.  

Sus ropas siempre fueron hechas a la medida para adaptarse a su delgado cuerpo, sin mostrar ni una sola arruga, y el cuello romano en su nuca siempre permanecía en su lugar.

Incluso un día en el que el sacerdote encargado de calentar el agua se enfermó y solo disponían de agua fría, hubo mucha gente que lo vió ir a bañarse. Al igual que un criminal en la cárcel, Eugene seguia una rutina muy estricta, yéndose a dormir justo después de haber cumplido con todas sus actividades.

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