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Jin echó un vistazo a su alrededor, satisfecho con el resultado. Su sala de reuniones destilaba un aire profesional, y el ramo de flores frescas que su secretaria había colocado a modo de centro de mesa le confería un toque personal a la mullida moqueta de color vino tinto, a la reluciente madera de cerezo y a los sillones de cuero claro. Los contratos estaban situados con suma precisión, junto a una elegante bandeja de plata con té, café y una selección de pastas. Un ambiente formal, aunque amistoso... tal como quería que fuese el talante de su matrimonio.

Decidió olvidar el nudo que se le formaba en el estómago cada vez que pensaba en volver a ver a Choi Hana. Se preguntó cómo habría madurado. Las anécdotas que le había contado su hermana describían a una mujer impulsiva e imprudente. Al principio, pensó en rechazar la sugerencia de Eunji: Hana no encajaba en la imagen que él necesitaba. Los recuerdos de una niña de espíritu libre con una coleta al viento lo atormentaban con insistencia. Sin embargo, sabía que era la propietaria de una respetable librería. Aún pensaba en ella como en la compañera de juegos de Eunji, aunque llevara años sin verla.

Pero se le acababa el tiempo.

Compartían vivencias de un pasado lejano y tenía el presentimiento de que Hana era de fiar. Tal vez no encajara en su imagen de esposa perfecta, pero necesitaba el dinero. Deprisa. Eunji no le había contado el motivo, pero sí le había asegurado que Hana estaba desesperada. Que necesitara dinero le resultaba cómodo, porque dejaba las cosas muy claras. Sin ambigüedades. Sin sueños de establecer una relación íntima entre ellos. Una transacción de negocios formal entre viejos amigos. Algo soportable para él.
Hizo ademán de pulsar el botón del interfono para hablar con su secretaria, pero la pesada puerta se abrió en ese preciso momento antes de cerrarse con un golpe seco.
Se volvió hacia la puerta.

Unos ojazos azules se clavaron en su cara sin apenas titubear y con una expresión tan clara que le indicó que esa mujer sería incapaz de ganar una partida de póquer: poseía una sinceridad brutal y jamás iría de farol. Aunque reconocía esos ojos, la edad había cambiado el color a una inquietante mezcla de aguamarina y zafiro. Su mente imaginó una imagen muy concreta: se vio sumergiéndose en el mar del Caribe para desentrañar sus misterios e imaginó un cielo azul tan inmenso como el que describía Sinatra en una de sus canciones, con un horizonte tan amplio que ningún hombre sabría dónde empezaba y dónde acababa.
Sus ojos contrastaban muchísimo con el negro azabache de su pelo, una melena rizada que le llegaba por debajo del hombro, cuyos tirabuzones le enmarcaban la cara con una rebeldía que parecía imposible de controlar. Los pómulos marcados destacaban su voluptuosa boca. Cuando eran pequeños solía preguntarle si le había picado una abeja y después se echaba a reír. Aunque al final la broma se había vuelto contra él. Esos labios eran el sueño erótico de cualquier hombre... y sin necesidad de implicar a las abejas. Más bien a la miel. A ser posible, miel cálida y suculenta sobre esos labios carnosos que podría lamer despacio...

«¡Joder!» , pensó.

Controló sus pensamientos y terminó con la inspección. Recordó haberla torturado cuando descubrió que ya usaba sujetador. Como se desarrolló pronto, Hana se sintió muy avergonzada cuando él lo descubrió, de modo que utilizó esa información para hacerle daño. En ese momento, ya no le hacía gracia. Sus pechos eran tan voluptuosos como sus labios, y encajaban a la perfección con la curva de las caderas. Era alta, casi tanto como él. Su apabullante femineidad iba envuelta en un vestido rojo pasión que resaltaba su canalillo, le acariciaba las caderas y caía hasta el suelo. Las uñas pintadas de escarlata asomaban por las sandalias rojas. Hana se quedó quieta en la puerta, como si estuviera permitiendo que la admirase antes de decidirse a hablar.
Un poco desconcertado, Jin intentó recomponerse y se aferró a la profesionalidad para ocultar su reacción. Choi Hana había madurado muy bien. Quizá demasiado bien para su gusto. Pero eso tampoco tenía por qué decírselo.
La miró con la misma sonrisa neutral con la que miraría a cualquier socio comercial.

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