Primera parte 2

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Según los caprichos del destino: dos niñas, que nacieron de los mismos padres y fueron educadas en el mismo lugar, recibieron los mimos, besos y caricias de las mismas abuelas, abuelos, tías y tíos; sin embargo, son tan diferentes entre sí como el día y la noche. La mayor se llama Julieta; todavía no cumple los quince años, aunque su mente y su inteligencia corresponden a una mujer de treinta; de apariencia esbelta y flexible, posee ojos negros llenos de amenazas, pero son, paradójicamente, amenazas colmadas de atractivos. La menor es Justina, tiene doce años y es una niña pensativa, tan bella como su hermana, pero más dulce y delicada; Justina es reservada, humilde y escrupulosa. Julieta es alegre, altiva y frívola.
Al inicio de nuestra historia, Justina y Julieta habían padecido una desafortunada serie de sucesos. Su padre, un importante banquero de París, acababa de sufrir tales contrariedades financieras que prefirió suicidarse antes que enfrentar la deshonra de la quiebra. Un mes después, su afligida esposa también murió. Al quedar huérfanas, Justina y Julieta recurrieron a sus parientes en busca de amparo. Sin embargo, luego de que se supo que la riqueza de su familia había desaparecido, los familiares que antes las habían llenado de cariño, las lanzaban materialmente a la calle. Finalmente, las dos hermanas acudieron a un convento, al cual su padre había otorgado importantes donativos en su época de prosperidad. Pero la noticia de su infortunio había llegado primero que ellas; la abadesa, en lugar de ofrecerles pan y un lugar donde descansar, sólo les dio a cada una de las muchachas cincuenta coronas que su padre les había dejado algunos años atrás, y les pidió que se marcharan.
En el arroyo, ante las grandes puertas del convento, la desventurada Justina recargó su cabeza en el pecho de su hermana y comenzó a sollozar sin poder contenerse. Pero Julieta, lejos de compartir la pena de su hermana menor, se sentía triunfante en aquella situación; pasó su pañuelo por los ojos llorosos de Justina, y para consolarla le dijo:
- Querida hermanita, mira el lado alegre: ahora somos dueñas de nosotras mismas, libres de cualquier restricción. Tú tan sólo tienes doce años, quizá por eso no hayas sentido aún las necesidades de la carne que han irrumpido en mí últimamente, pero te aseguro que han sido una provocación desmesurada, y producen una gran avidez que no permite el sosiego hasta no ser satisfechas. Antes, bajo los cuidados de nuestros padres y demás familiares, no había podido satisfacerlas con plenitud; me conformaba alcanzando un poco de alivio a través de enseñarles a mis dedos a responder a las imágenes de mi mente en la que el deseo había dado origen a la excitación. Ahora eso se acabó, es un destino que tu puedes eludir totalmente. Vamos, ambas podemos convertirnos en cortesanas y complacer el hambre carnal en cuanto ésta se presente, además de satisfacer la ambición de bienes materiales.
Justina al escucharla se escandalizó enormemente.
- ¡Oh, hermana!- exclamó la encantadora niña- ¿Cómo puedes hablar así? ¡Es inmoral y también ilegal! ¡Incluso es una depravación...!
- ¡Son tonterías!- replicó Julieta-: ¡eres demasiado susceptible ala opinión de los demás, y cambias con facilidad tu conducta para ajustarse a sus normas. - Y acariciando caprichosamente el hombro de su hermana menor, añadió con una perspicacia superior a la de su juventud-: La vida no es más que una sucesión continua de penas y de placeres. Recientemente hemos sufrido muchas aflicciones, pero si somos inteligentes, trataremos de olvidarlas. ¿Cómo? Colmando la memoria de un mayor número de placeres.
- Pero - reclamó la dulce Justina - , ¿es justo hacer tabla rasa de lo que nos enseñaron que era correcto?
- Lo justo, querida hermana, - respondió Julieta- consiste más en multiplicar los placeres que en conformarse con las penurias. Sólo tenemos dos opciones: hacernos cortesanas o morir de hambre. La primera nos proporcionará placeres, la segunda sólo sufrimientos. Según tu criterio, ¿qué decides?
- ¡Basta! - exclamó repentinamente Justina con espanto - . No soportaré ni una palabra más de esa argumentación aberrante.
Julieta, sorprendida ante el estallido, se disculpó:
- Está bien, querida Justina, si esas son tus convicciones no trataré de convencerte de lo contrario. - Y después de un silencio, agregó-: No obstante, no esperes que yo escoja también ese camino de sufrimiento sólo porque tú así lo quieres. De tal modo, sólo nos queda seguir rumbos separados.
Al comprender que su separación era inevitable, las dos hermanas se abrazaron en plena calle, frente a las enormes puertas del convento; luego se despidieron y se alejaron en sentidos opuestos.

Justina o Los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora