Primera parte 4

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-¡Oh, dios! - Se lamentó la infeliz Justina contrayendo las manos de angustia, para frente a la casa de la modista, con el eco del portazo aún retumbando en sus oídos -. ¿Por qué ha sido tan desesperanzador el primer paso que doy en la vida? ¿Será que mi desdicha me ha marcado como indeseable? ¿Acaso la gente sólo aprecia a quienes tienen algo que valga la pena arrebatarles? ¿O quizá estas primeras experiencias mías sean parte de la prueba divina que tengo que pasar para demostrar mi sumisión a la voluntad de dios?
Al pensar en dios, Justina recordó que aún no había hecho su visita diaria a la iglesia. Entonces recorrió rápidamente la ciudad y se dirigió a la parroquia familiar donde, después de orar brevemente en el altar principal, acudió a la rectoría y pidió una audiencia con el párroco.
La bella jovencita vestía un sencillo vestido blanco de mangas cortas. Su hermosa cabellera estaba cuidadosamente recogida bajo un gorrito, y sus pequeños senos, cuyo crecimiento apenas iniciaba, acentuaban su inocencia por los múltiples pliegues de gasa que los cubrían. No obstante de que el joven religioso de semblante adusto que la recibió en la puerta pudo apreciar tan sutil encanto, logró disimular perfectamente su emoción.
-¿Qué significa esto? - gritó el joven sacerdote, mientras jaloneaba furiosamente una de las mangas del vestido de Justina- ¿Los brazos desnudos? ¿En la casa del señor? ¡Es una blasfemia!
-¡Ay, por favor, padre! -suplicó la atormentada muchacha, a la vez que dos desmesuradas lágrimas recorrían tristemente sus pálidas mejillas -. Tome en cuenta mi situación, hace poco he perdido a mi padre y a mi madre.
-¡Sí -señaló el sacerdote- y por lo que veo también has perdido tus mangas! Señorita ¡esta es la casa del señor!
-¡Padre, se lo suplico -insistió Justina-. Mis padres han muerto... el cielo los ha recogido... los ha llamado lejos de mí cuando más los necesitaba...
-¿Pero no comprendes, descarada golfilla? -exclamó el sacerdote con un tono punzante-. No me interesa quién llamó a tus padre ni si los necesitabas. Tú no puedes entrar en este recinto con tus brazos... desnudos... -interrumpió su arenga para tragar saliva-... ¡expuestos!
Era tan perturbadora la situación que el párroco, sentado en su escritorio, donde hojeaba un libro de dibujos eróticos para decidir si sus cualidades sexuales eran suficientes para ser condenadas desde el púlpito el siguiente domingo, salió a ver que ocurría. Cuando percibió el encanto del rostro primoroso, pálido y cubierto de lágrimas de Justina -sin soslayar la exposición del suave albar de sus bien torneadas y atractivas piernas (pues al retroceder ante el ímpetu de la última acometida verbal del joven sacerdote, el bajo del vestido de la dulce jovencita se había subido por encima de sus rodillas)- el viejo clérigo quedó embargado por la compasión. Despidiendo al impulsivo y joven adjunto, tomó de la mano a Justina y la llevó a su escritorio privado, donde le dijo:
-No hagas caso del padre atropara, querida mía, padece del ímpetu común entre los jóvenes que han renunciado a los placeres de la carne para entregarse por completo a la voluntad de nuestro señor. -Entonces, el amable cura tomó entre sus arrugadas manos el bello rostro de la niña y dulcemente le preguntó: -A ver, ¿cuál es tu pesar?
-Mi madre y mi padre... han muerto... fueron llamados al cielo cuando más falta me hacían... -explicó con brevedad Justina, y nuevamente desde sus hermosos ojos azules brotaron inmensas lágrimas de dolor.
-Calma -le dijo con cariño el sacerdote- llorando no vas a remediar nada, ¿verdad? -Y como la atribulada niña asentía a la vez que sorbía con la nariz, saco un pañuelo blanco del bolsillo de la sotana y le enjugó la lágrimas.
Luego de que Justina dejó de llorar, el sacerdote la tomó en su regazo, y al hacerlo -accidentalmente, por supuesto- otra vez el vestido se le levantó por encima de las rodillas llenas de hoyuelos, dejando ver también la tersa carne de sus juveniles piernas. Totalmente alterado y alejado de sus ánimos piadosos, el anciano se quedó con la boca abierta y sus ojos trataron de ver más allá de la orilla levantada del vestido.
Justina, estaba demasiado ensimismada en su dolor para darse cuenta del trastorno que había ocasionado - y tan cándida que no podía sospechar de los motivos del amable sacerdote-, se estremeció al escuchar un sonido agudo y jadeante que salió de su boca. Como aún era joven e ingenua, consideró aquella exclamación como una expresión de simpatía por su notorio estado de desamparo y, conmovida, procuró calmarlo pasando sus blancas y delicadas manos por la barba que le cubría las mejillas.
-Padre -dijo cariñosamente-, me conmueve ese inesperado ánimo de afecto, pero por favor trate de controlarse. Ahora que ha enjugado mi llanto, resurge mi dolor al ver cómo lo estoy haciendo sufrir-. Al decir esto, le ofreció nuevamente su propio pañuelo, empapado en lágrimas.
El cura se sintió atrapado en un verdadero delirio de confusión y deseo, que al suave tacto de la mano de Justina sobre su mejilla exacerbaba aún más. Sin hacer caso del dulce ofrecimiento del pañuelo, trató de controlar su lujuria dibujando rápidamente la señal de la cruz sobre su pecho. Este movimiento obligó a Justina a cambiar de posición en su regazo, y el provocativo movimiento de las tiernas nalgas avivó todavía más las ardientes pasiones que de él se apoderaban.
En ese momento, el ambiente se perturbó por un fuerte golpeteo en la puerta acompañado por la estrepitosa voz del joven sacerdote Tropard. Sus palabras no se podían distinguir a través de la gruesa madera de la puerta; sin embargo, los golpes continuaron retumbando, y Justina, al recordar su primer encuentro con aquel joven e impetuoso clérigo, comenzó a agitarse invadida por el temor. Esa agitación provocó que su vestido se levantara todavía más, dejando casi totalmente descubiertos sus magníficos muslos blancos; el sacerdote, incapaz ya de controlarse, la colocó bruscamente en una posición horizontal, y delirantemente introdujo sus cabeza entre las piernas de ella.
-¡Santo cielo! -exclamó la asustada joven, repentinamente consciente de la naturaleza carnal de aquella simpatía-. Por dio, ¿qué está haciendo?
Cobardemente el sacerdote no contestó, sino que se aferró fuertemente a las caderas de Justina, quien luchaba con todas sus fuerzas, y gruñendo como una fiera continuó avanzando hacia su objetivo. Sin embargo, únicamente tuvo un instante para explorar, pues nuevamente irrumpió la voz del padre Tropard; ahora el mensaje se escuchó con bastante claridad: había llegado sin previo aviso un emisario del obispo, y exigía ver inmediatamente al párroco. Justina rápidamente aprovechó la oportunidad: se zafó del brazo del cura y corrió hacia la puerta... justo en el momento en que la abría Tropard.
Entonces, cuando la asustada niña pasaba junto al joven clérigo, el cura se levantó tambaleante, y la persiguió levantando el puño.
-¡Fuera! ¡A la calle, bribona! -le dijo- ¡No deshonres más este recinto! - Y como el gesto en la cara del padre Tropard indicaba que lo ocurrido con Justina no le había pasado inadvertido, añadió-: ¡Tratar de seducir a un hombre santo en la propia casa de dios! ¡Debería darte vergüenza!
La desamparada e infortunada muchachita, dos veces humillada en sus intentos de encontrar un santuario donde refugiarse de las tempestades de la vida, salió corriendo de la abadía y no paró hasta que sus cansadas piernas se negaron a sostenerla. Después de haber reposado un poco, continuó cojeando hacia una posada barata, donde alquiló una pequeña buhardilla con los últimos doce Ulises que tenía.
-¡Oh, cielos! -suspiraba la desdichada niña, hincada al pie de la cama, luego de pro citar su oración nocturna-. ¿Qué debe hacer una muchacha para abrirse camino en este cruel mundo? ¿Acaso nadie puede ser bondadoso? ¿No encontraré piedad en las personas?
Y pensando de esa manera las inclemencias del destino, se acostó sobre el camastro y dejó salir sus penas en un abundante llanto.

Justina o Los infortunios de la virtudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora