En la posada en la que se había refugiado luego de su desventurado encuentro con el viejo e infame sacerdote, Justina relató nuevamente su infeliz historia a la patrona, y le pidió que le recomendara a una persona influyente y rica que pudiera remediar su lamentable situación. El caballero recomendado era un hombre llamado Dubourg, uno de los negociantes más prósperos de la ciudad, y sin demora Justina acudió a él.
-Ven, niña mía- se dirigió cariñosamente Dubourg a Justina, a la vez que la tomaba de la mano para conducirla a su habitación-. Estoy seguro que podremos ayudarte a salir de esta terrible situación que tan expresivamente describes-. Dicho esto, cerró la puerta de la recámara, sentó a Justina sobre sus piernas y le metió la mano debajo del vestido.
-Señor, ¡deténgase! -le interrumpió Justina-, soy pobre, pero no indecente.
-¿Cómo es eso? -preguntó sorprendido Dubourg, sin retirar la mano del tibio nido en el que estaba tan confortablemente inmersa-, ¿Quieres que te ayude pero no ofreces ningún servicio a cambio?
-Servicio, sí señor -dijo Justina zafándose de aquel abrazo- pero ninguno que la decencia y mi corta edad no me permitan realizar.
Dubourg la miró atentamente por un momento; luego se levantó súbitamente y dejó caer a la hermosa niña estrepitosamente al suelo.
-¡Fuera de aquí! -gritó, y furiosamente señaló con un dedo la puerta cerrada-. Lo que menos necesito en este momento es decencia.
-Pero, señor -suplicó la preciosa niña postrada a sus pies -, si todos pensaran como usted la gente pobre de este país moriría desamparada en las calles.
-¿Acaso eso sería malo? -preguntó Dubourg, riendo sardónicamente-.
Actualmente, a Francia la sobran súbditos; considerando la flexibilidad y la tendencia del organismo humano para la reproducción, no hay un peligro real de que el país quede despoblado.
Cuando escuchó aquellas crueles palabras, la hermosa Justina comenzó a llorar. Pero las tiernas y cálidas gotas que embargaron sus bellos ojos azules no lograron suavizar el duro corazón de Dubourg; sólo sirvieron para endurecerlo todavía más. Sujetando por el hombro el vestido, lo rasgó en la espalda.
-¡Pícara tonta! -le espetó-. Ahora te arrebataré por la fuerza lo que no quisiste darme por las buenas.
Y el descomunal puño del desalmado comerciante, pesado como un jamón, se abatió salvajemente sobre el rostro de Justina, tumbándola y dejando a su paso una roja línea de sangre. Justina escupió una bocanada del vital líquido sobre la alfombra, dolorida cayó de rodillas y abrazó las piernas de aquel despreciable hombre en un último ruego.
-¡Oh, señor, se lo suplico! -gritó- Líbreme de esta afrenta, resistiré hasta el último momento, puede estar seguro, pues preferiría morir mil veces que entregarle mi castidad, pues desde la niñez me enseñaron que debo protegerla más que nada. Ahora que sabe que estoy decidida a no ceder, abandone su agresión. Seguramente, no podrá obtener ningún placer de mis lágrimas y mi renuencia. Si lleva a cabo su intento de violarme, en cuanto haya cometido su crimen, la imagen de su cuerpo destrozado lo llenará de remordimientos...
Pero las súplicas de la preciosa niña eran inútiles, pues Dubourg, en lugar de sentirse agobiado por la manifestación de aquel sufrimiento, lo estaba disfrutando con verdadero deleite, enardecido. Después de golpearla desquiciadamente una, dos y tres veces, se lanzó sobre ella y comenzó a besarle la boca ensangrentada. Al mismo tiempo, con una mano arrancaba lo que quedaba del vestido, abriéndose paso hacia el objetivo que pretendía alcanzar.
-¡Bribona! -le gritó encajándole los dientes en el cuello-. ¡Golfa, cerda! -y al fin la tuvo totalmente desnuda y se aprestó a librar el último asalto.
Sin embargo en ese momento... ¿Quién pudiera saberlo? ¿Un milagro? ¿Tal vez dios todo poderoso había querido en aquel encuentro infundir en la desventurada joven suficiente terror para asegurarse de que resistiría a partir de entonces cualquier intento de carácter sexual? En todo caso, el bárbaro Dubourg, algunos segundos antes de concretar el ultraje que hubiera despojado a la bella Justina de su virtud, sintió repentinamente que el fuego de su pasión se consumía en el ímpetu del afán.
Extinguida su fuerza, como un guerrero desarmado, sólo pudo contemplar con pesadumbre y rencor que el blanco de su viciosa lujuria se levantaba del suelo y salía corriendo de la habitación.
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Justina o Los infortunios de la virtud
RandomJustina y su hermana estudian en el convento de Pathèmont. A la muerte de sus padres, quedan en el abandono y sin un lugar a donde ir. Ante esta situación, Justina decide llevar una vida virtuosa y apegada a la castidad, lo que la llevará a una exis...