Violeta Acevedo

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Algunos piensan de mí que soy un tipo algo intransigente, algo impaciente y con mucha ira acumulada. No se equivocan, es más, creo que se quedan algo cortos. Realmente soy un jodido cabrón con muy malas pulgas, sino que se lo digan al gilipollas que decidió dirigirme la palabra justo en la peor noche de mi vida, cuando yo tan solo trataba de relajarme tomando una copa y escuchar The Great Gig in The Sky de los Pink Floyd en la penumbra de un reservado del pub, The Rose Garden.

El muy cantoso, un pringao de dos pares de narices, se acercó hasta mí y, primer error, me agarró del brazo. El segundo error, el definitivo, fue escuchar la sarta de gilipolleces que salieron de su gran bocaza:

—Suponía que no dejaban entrar mendigos en este local —dijo el pedazo de mierda, mientras los cinco payasos que le seguían reían sus gracias. Los seis parecían ir bastante cargaditos. Más bien hasta las cejas de coca. Todos muy elegantes con sus trajes a medida, sus tarjetas Master Card Oro y con la falta de educación típica de los de su especie.

—¿Estás hablando conmigo, anormal? —Le pregunté de buen rollito.

—¡Anormal! ¿Habéis oído? El muy hijoputa me ha llamado anormal...

—No deberías permitírselo Anselmo —dijo otro de los pijos.

En ese momento fue cuando el tal Anselmo cometió el error más grande de su vida, aunque en ese momento él todavía no lo supiera.

—No voy a permitírselo —dijo, envalentonado, mientras se acercaba hasta mí y me empujaba como lo haría un niño en el patio de un colegio—. A mí nadie me llama anormal...

El primer golpe no lo vio venir. Fue un golpe bajo, seco y contundente, justo en sus pelotas. El segundo sí que lo vio, lo vio perfectamente, sobre todo cuando le agarré de la nuca y estampé su cabeza una, dos y hasta tres veces contra la mesa de mármol frente a la que había estado sentado yo tan tranquilo.

Anselmo emitió un gorjeo salivoso cuando varios de sus dientes resbalaron por la pulida superficie de piedra y cayeron al suelo. Desdentado y ensangrentado no pudo seguir diciendo estupideces, lo que fue un grandísimo alivio.

—¿Alguien más quiere opinar? —Pregunté, volviéndome a mirar a los colegas del accidentado.

Ninguno lo hizo, el más temerario de ellos tan solo se acercó para recoger del suelo el guiñapo en el que se había transformado su amigo y llevárselo lejos.

Fue en ese momento cuando uno de los camareros del local apareció en el reservado, asustado y con ojos desorbitados.

—¿Qué... qué ha ocurrido aquí? —Preguntó con un  tartamudeo.

—Nada, no ha ocurrido nada —dije—. Tráigame la cuenta, por favor.

Un minuto más tarde recibía la visita del dueño del local que, serio y circunflejo, me observaba sin decir palabra.

—No he podido evitarlo, Gregorio —me disculpé—. Fue el otro el que empezó.

—Siempre es el otro el que empieza, Lobo, pero eres tú quien siempre lo termina.

Sentía un enorme respeto por ese hombre, por lo que bajé la mirada al suelo, sin decir nada.

—Esto no puede seguir así. ¿Te has mirado al espejo últimamente? Pareces un animal sediento de sangre. No sé qué estás buscando, pero un día vas a encontrarlo y no te gustará. No, no te gustará nada de nada.

—No busco nada —repliqué, no obstante la mirada severa de Gregorio Solano, me hizo enmudecer de nuevo.

—Pues parece que hay alguien que sí que te busca a ti. Se trata de una mujer. 

Night Wolf. Libera la bestia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora