El color de la lluvia

33 5 0
                                    

Seguía siendo de noche, como las veces anteriores, y también llovía. Siempre llovía.

Los gritos fueron lo primero que recordé. Gritos de dolor y angustia, gritos de pánico sobre la carretera mojada, con la única la luz de los faros del automóvil; aplastado contra la húmeda pared de piedra. 

Y luego la lluvia, ese aguacero teñido del color de la sangre que se vertía por el pavimento mojado. La sangre de mi esposa y de mi hija, mientras perdían la vida en la más completa soledad. 

La visión de una silueta oscura, perfilándose contra el resplandor de los rayos, volvió a helarme la sangre. La figura de un hombre muy alto, que me sonría al alejarse, después de haber segado las vidas de aquellas a quien más amaba. Siempre sonriendo... siempre inalcanzable bajo la lluvia.


Desperté abrumado por los recuerdos y con el rostro húmedo por el llanto. Era la misma pesadilla de tantas otras noches. El recuerdo amargo de aquel punto de inflexión que destrozó mi vida y la convirtió en el desecho que era hoy.

Ellas ya no existían, ni tampoco aquel que las asesinó. Nada existía ya, al igual que yo. Yo tampoco existía. Dejé de hacerlo aquella lluviosa noche de finales de marzo, cuando un vehículo nos sacó de la calzada y todo enmudeció a mi alrededor.


Me levanté de la cama y salí del dormitorio. La imagen de un desconocido me observaba desde el espejo del cuarto de baño. Un rostro cubierto de heridas, el cabello enmarañado y los ojos inyectados en sangre. El recuerdo de la caída a través del ventanal aún estaba presente en mi memoria. Luego, tras el corto trayecto, el golpe contra el techo de un automóvil deteniendo mi vertiginoso descenso y que, por alguna razón que todavía ignoro, me salvaba de morir en el duro asfalto. Una muerte que tampoco hubiera significado nada para mí, porque en demasiadas ocasiones aún la ansiaba.

Abrí el grifo del lavabo y dejé que el agua fría resbalase por mi cabeza, mientras iba borrando todos aquellos pensamientos y aclaraba mis ideas. 

Tenía presente la decisión que tomé la noche anterior de ayudar a Violeta Acevedo a averiguar quién era el asesino de su hermana. Aunque, más que una decisión, se trataba una promesa en toda regla. Algo que debía hacer y no solo por ella, sino también por mí.

Con las ideas más claras, repasé la información de que disponía. Violeta Acevedo creía conocer a la persona o personas que trataban de extorsionarla y que, posiblemente, fueran los culpables de la muerte de su hermana. Un nombre sobresalía entre todos ellos: Agustín Piñares. Empresario, filántropo, o eso decía él, y magnate en general. La empresa de abogados, Piñares e hijos, eran los principales rivales del clan Acevedo. La tensión entre ambas familias era manifiesta. Nadie ponía en duda que la muerte de Eduardo Acevedo había supuesto para los Piñares el golpe de gracia con el que destruir a sus rivales, por eso no era de extrañar que las extorsiones vinieran precisamente desde esa dirección. Mi patrona estaba convencida de ello, aunque no contaba con prueba alguna que presentar ante un juez. Mi misión, según ella me dijo, era encontrar esas pruebas de la forma que fuera, tanto legal, como ilegalmente. Para ser una abogada no era muy dada a cumplir con la ley.  

Pasé el resto del día buscando información sobre esa familia de abogados. Los Piñares formaban un clan muy apretado. El padre, los dos hijos y una de sus hijas se dedicaban todos ellos a la abogacía. El nivel de sus transacciones podía tildarse de muy elevado. Sus negocios marchaban muy bien. Uno podía darse cuenta de ello al comprobar el nombre y el estatus de sus defendidos, todos ellos personas de alto rango: banqueros, políticos y grandes empresarios. Toda una variopinta colección de personalidades, cada una de ellas más corrupta que la anterior.

Decidí hacer un alto en mis pesquisas para tomar un tentempié, cuando el teléfono sonó con insistencia. Al coger la llamada escuché la voz de Violeta Acevedo al otro lado de la línea. Parecía alarmada.

—¿Ocurre algo? —Pregunté.

—Están aquí, Lobo. Creo que van a entrar en mi casa... Necesito su ayuda.

—Trate de ocultarse —dije—. Llegaré en un momento.

—No tarde... Son varios, creo que esta vez vienen a por mí.

Salí de mi domicilio a toda prisa y me subí al Audi Cabrio que el bueno de Gregorio había decidido prestarme unos días atrás y que me estaba resultando tan útil. Arranqué y conduje a toda velocidad, haciendo caso omiso a los semáforos en rojo que encontraba a mi paso. En cuestión de veinte minutos llegué frente al domicilio de mi patrona en el paseo de la Castellana. Se trataba de un bloque de edificios de hormigón y acero de casi veinte plantas, tan frío y antiestético como todos los que le rodeaban. Corrí hasta el amplio portal de mármol blanco, sin encontrar a nadie en mi camino y tomé el pasillo que llevaba hasta los ascensores. Uno de ellos estaba parado en la planta diez, donde vivía Violeta Acevedo. Entré en otro de los ascensores y decidí bajar en la novena planta. No tenía ni idea de lo que iba a encontrarme, por lo que opté por ser precavido. Ascendí los peldaños de la escalera en silencio, mientras sacaba mi arma y comprobaba que estuviera cargada y con el seguro quitado. Al llegar a la décima planta, escuché el murmullo de unas voces que hablaban en voz baja. Me pegué a una de las paredes y eché un vistazo, tratando de permanecer oculto en las sombras. Dos tipos vestidos de negro riguroso permanecían junto a la puerta abierta de una de las viviendas. Ambos llevaban subfusiles de los que utilizan las fuerzas de seguridad del estado, según creí reconocer. Unos juguetitos que podían disparar mil balas por minuto y dejarte seco en menos de un segundo. Avanzar pegando tiros no era la solución, por lo que busqué otro enfoque. Debía crear una distracción, algo que alejara a aquellos tipos de la puerta y me permitiera entrar en el domicilio.

Unos gritos en el interior del domicilio pusieron fin a mis dudas. Los individuos que estaban dentro del piso habían encontrado a Violeta Acevedo y era cuestión de segundos que acabaran con ella. Debía actuar rápido.

Estaba a punto de echar a correr hacía los tipos que custodiaban la entrada, cuando sonó el primero de los disparos. Después se originó el caos.







Night Wolf. Libera la bestia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora