El funeral de Alicia Acevedo se ofició en el cementerio de la Almudena al día siguiente. Violeta Acevedo llegó abrigada por una cohorte de familiares, amigos y distinguidas personalidades del ámbito jurídico y de la abogacía. También hizo su aparición el alcalde de la ciudad y varias docenas de periodistas que le seguían como buitres a un animal moribundo, siempre tras el olor de la carroña.
Yo permanecí algo apartado mientras el entierro se oficiaba. Tras las exequias, cuando el gentío comenzó a dispersarse, caminé directamente hacia el lugar donde se encontraba mi patrona. Su mirada, oculta tras unas gafas oscuras, se clavó en mí, como un afilado cuchillo.
—No quiero hablar con usted, Lobo —dijo con una voz serena, pero hiriente.
—Tiene muchas cosas que explicarme —inquirí yo—. Y sería mejor hacerlo en privado.
—No tengo nada que explicarle —respondió ella, en voz baja.
—Han estado a punto de matarme —expliqué—. Y me gustaría que me diera una razón para no avisar a la policía en este preciso momento.
Ella alzó la vista hasta mis ojos y adiviné una expresión de temor en su rostro.
—Hablaré con usted, pero no ahora. Venga esta tarde a mi despacho... Le prometo que trataré de explicarle todo lo que está sucediendo.
Asentí y estaba a punto de retirarme, cuando alguien me tomó del brazo y me obligó a girarme. Se trataba de un hombre de unos sesenta años y parecía furioso, con la típica expresión de quien cree estar por encima de los demás y tiene todo el derecho del mundo para amonestarte.
—Mi sobrina no se encuentra bien —dijo con voz autoritaria—, y desearía que dejase de molestarla. ¿Me ha entendido?
No me digné contestarle, me solté de un tirón y caminé hacia la salida del cementerio sin volverme a mirar atrás. Nada más abandonar el cementerio, tomé un taxi y me acomodé en el asiento trasero. El taxista me observó a través del espejo retrovisor y le vi dudar un momento.
—Plaza de Tirso de Molina —dije, dándole la dirección.
—¿Se encuentra usted bien? Quizá debería acercarle a un hospital.
—Estoy bien, gracias. Lléveme a la dirección que le he indicado y hágalo en silencio.
El conductor asintió y no volvió a abrir la boca en todo el trayecto. Al llegar a mi destino, aboné la cantidad estipulada y una pequeña propina, después abrí la puerta del automóvil.
—Gracias por su interés —dije, disgustado por mi anterior comportamiento—. Solo he tenido un pequeño accidente, pero me encuentro bien, de verdad.
—Pues sigue pareciéndome que debería ir usted a un hospital.
—No es nada que no cure una aspirina.
—Quizá... O tal vez necesite todo un frasco de aspirinas.
—Tal vez —sonreí.
Me despedí del taxista y entré en el portal del edificio en el que vivía. Un inmueble viejo y marchito, al que yo conocía con el nombre de hogar. De repente, nada más traspasar el umbral de la puerta, sentí una corriente eléctrica recorrer mi espina dorsal. El olor que impregnaba el corto pasillo, junto a los buzones y la vieja escalera de madera, era exactamente igual al que olfateé la pasada noche en el domicilio de la joven Alicia Acevedo. Un olor a tabaco y a colonia barata. El asesino había estado allí y era muy posible que aún siguiera cerca, quizá en mi propio piso.
Sonreí con una mueca, pensando que el intruso no iba a pillarme desprevenido esta vez. Desde nuestro anterior encuentro había tomado medidas y esta vez no me encontraba desarmado. Busqué en el bolsillo interior de mi cazadora y palpé la pistola que había tomado la precaución de coger. El tacto metálico y el peso del arma fue confortable cuando la empuñé. Con ella en la mano, ascendí los peldaños que conducían hasta la primera planta del edificio, donde se encontraba mi apartamento. El corto pasillo estaba desierto, pero al aproximarme hasta la puerta de mi piso, comprobé que esta estaba abierta. Alguien había forzado la cerradura. Alcé el arma y empujé levemente la puerta, que se abrió con un quejido. El interior se encontraba en penumbra y dentro se acentuaba aún más aquel característico olor. Verifiqué que nadie se ocultaba en las sombras de mi apartamento y entonces procedí a bajar el arma, algo más tranquilo. El intruso tuvo la delicadeza de no revolver nada, pues en realidad nada buscaba, salvo quizás a mí mismo, pero sí que me había dejado un regalo. Sobre la mesa del comedor hallé un trozo de papel con lo que parecía ser una esquela funeraria, sin duda arrancada de algún periódico, sobre la que habían escrito un nombre junto a la palabra asesino. Un nombre que yo conocía muy bien.
—Lamento mucho la muerte de su hermana —dije, cuando mi patrona me recibió en su despacho, a última hora de la tarde—. Pero creo que ha llegado el momento de que me aclare ciertas cosas.
—Tiene usted razón, Lobo. Debí haberlo hecho cuando contraté sus servicios, pero temí que, de hacerlo, usted se negaría a ayudarme.
—Debió confiar en mí. ¿Quién la está acosando?
Violeta Acevedo frunció el ceño levemente, mientras intentaba organizar sus pensamientos, o simplemente calculaba hasta donde podía explicarme. Claro que, llegados a este punto, yo no podía permitir que me escondiese nada.
—Es largo de contar. Todo comenzó hace dos años, cuando falleció mi padre. Fue entonces cuando se pusieron en contacto conmigo.
—¿Chantaje? —Pregunté y la dama asintió.
—Exigían una desorbitada suma de dinero para ocultar ciertos documentos comprometedores para nuestra empresa y para mi hermana y para mí; y que yo, por supuesto, me negué a entregarles. Fue entonces cuando comenzaron las amenazas.
—¿Qué documentos eran esos?
—No creo que necesite saberlo, Lobo.
—Yo opino que sí —dije.
—Baste decir que mi padre cometió la estupidez de asociarse con cierta clase de personas. Ese tipo de personas de las que no puedes fiarte.
—Comprendo. ¿Le obligaron a cometer algún tipo de delito? No me imagino a su padre actuando así por su cuenta.
—Claro que le obligaron. Mi padre era una persona honesta. Fueron ellos quienes le enredaron en esa trama... Si esos documentos salieran a la luz, sería nuestro fin. Destruirían la imagen de mi padre. Fue por eso que traté de hacerme con esos documentos y...
—Fracasó.
—La persona a la que contraté fue quien fracasó. Debí haber elegido a un profesional. Alguien como usted, Lobo.
Negué con la cabeza.
—Yo nunca hubiera accedido a ayudarla, es más, estoy empezando a replantearme si debería seguir aquí. Anoche intentaron matarme y hoy ese asesino ha estado en mi domicilio. Conoce mi identidad y eso me preocupa.
—Jamás imaginé que pudiera tener miedo, Lobo. No es eso lo que he oído contar sobre usted.
—Uno debe saber siempre cuáles son sus limitaciones. El tipo con el que me enfrenté ayer es un profesional. Un sicario que no dudará en matarnos a ambos. Creo que también debería replantearse sus opciones, señorita Acevedo. Su hermana ha muerto y es muy posible que ahora vayan a por usted.
—No lo harán. Quieren mi dinero, por lo que tratarán de conseguirlo de cualquier modo. Asesinándome no lograrían nada.
—Hay muchas formas de hacer daño sin necesidad de llegar a matar a alguien, puedo asegurárselo.
—No pienso ceder, Lobo. Yo sé cuál es mi decisión. Es usted quien debe tomar la suya. Puede ayudarme y le aseguro que le recompensaré generosamente o puede huir como una niña asustada y procurar mantenerse a salvo. Usted decide.
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Night Wolf. Libera la bestia.
Mystery / ThrillerSi no tienes nada que perder, ¿a qué puedes tenerle miedo?