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Amity

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Amity

Sábado, 24 de julio (presente) 

Al mirar por la ventana de mi dormitorio, me encontré con otro aburrido día del típico verano inglés. Los espesos nubarrones hacían que el día fuera más oscuro de lo que cabría esperar en pleno julio, pero no pensaba dejar que eso me molestara. Por la noche iba a ir a un concierto para celebrar el fin de curso y estaba decidida a pasármelo bien. 

—¿A qué hora te vas? —preguntó Luz. 

Entró en mi habitación, como de costumbre, y se sentó a mi lado en la cama. Llevábamos juntas más de un año. Así que a esas alturas nos sentíamos muy cómodas la una con la otra. A veces, añoraba la época en que Luz no me decía que tenía que colgar porque se hacía pis, o cuando recogía sus calzoncillos antes de que yo llegara. Mamá tenía razón: cuanto más tiempo pasas con alguien, más ordinario se vuelve. De todos modos, no la cambiaría por nada. Se supone que tienes que aceptar a quien quieres tal y como es, así que yo aceptaba su desorden. 

Me encogí de hombros y me miré en el espejo. Mi pelo era aburrido, lacio y soso. No conseguía darle un aspecto natural y con estilo. Por muy «sencillos» que parecieran en la revista los pasos para obtener el look «recién levantada», nunca conseguía que me quedara bien. 

—Me marcho dentro de un minuto. ¿Qué tal estoy? 

Al parecer, la seguridad en uno mismo es el rasgo más atractivo de una persona. Pero ¿y si no la tenías? No se finge sin más. Yo no era guapa como una modelo, ni sexy como una chica Playboy, y desde luego no me sobraba confianza. Básicamente, estaba hecha un desastre, pero, al mismo tiempo, me sentía muy afortunada de tener una novia tan ciega a mis defectos como Luz.

   Sonrió burlona y puso los ojos en blanco: era su cara de «ya está otra vez con lo mismo». Al principio le molestaba, pero ahora creo que mi actitud le divertía.

—Sabes que te veo por el espejo, ¿no? —dije, clavando la mirada en su reflejo. 

—Estás preciosa. Como siempre —contestó—. ¿De verdad no quieres que te lleve esta noche? 

Suspiré. Volvía a insistir. El local del concierto estaba a unos minutos de mi casa a pie. Era un trayecto que podía hacer con los ojos cerrados. —No, gracias. Iré caminando. ¿A qué hora os marcháis? 

Se encogió de hombros y apretó los labios. Me encantaba ese gesto suyo. —Cuando los vagos de tus hermanos estén listos. Pero ¿estás segura? Podemos llevarte; nos va de paso. 

—¡No hace falta! ¡En serio! Yo me voy ya, y si piensas esperar a que Edric y Emira estén listos, más vale que te armes de paciencia. 

—No deberías andar por ahí sola de noche, Amy. 

Suspiré de nuevo, más profundamente, y dejé de un golpe el cepillo sobre la cómoda de madera. 

—Luz, llevo años haciéndolo. Solía ir y volver de la escuela, y lo haré de nuevo el año que viene. Estas dos —dije, dándome una palmada en las piernas para añadir énfasis a mis palabras— me funcionan muy bien. Bajó la mirada a mis piernas y se le iluminó la cara. 

El sotanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora