II. La niña que miró atrás

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— Las historias que te cuento son reales, Cali, incluso si no sucedieron de verdad, son todas reales. Son nuestra memoria, nuestra y de este mundo, y nunca deben dejar de contarse, y cuanto más miedo tengamos o más tristes estemos, más debemos recordarlas. Por eso apréndelas bien. Tienes que saberlas todas porque será a ti a quien busquen aquellos que necesiten oírlas. — Le había dicho una vez la abuela Clío, cuando Calíope era pequeña, mientras peinaba su cabello con gentileza. Sus manos tenían dedos largos, morenos y elegantes, y a la niña siempre le había gustado el tacto de los mismos y la suavidad con que deslizaba el cepillo por su pelo.

En ese momento no lo había entendido, y no sabía si lo entendía ahora, pero siempre había recordado aquella conversación. Por eso, quizás, porque tenía miedo como nunca en su vida y estaba tan triste que hasta el aire le dolía, se iba contando una historia a sí misma. Una que siempre le había gustado y que su abuela les había contado miles de veces a su hermano y a ella.

"Había y no había una vez, cuando el cielo era verde y la tierra un caldo espeso..."

Dio un bote cuando el carro que la transportaba pasó por encima de un bache en el camino, y las damas libélula que tenía al lado se agitaron en sus jaulas. Se encogió más sobre sí misma y abrazó sus piernas...

En un reino lejano, más allá de los mares del oeste, vivía una joven llamada Amila. Era de profesión hilandera, y vivía junto a su padre, quien le había enseñado su oficio. Un buen día este le dijo que fuera con él en su barco, de puerto en puerto, ofreciendo su trabajo en los diferentes mercados del mundo...

Llegaron hasta las puertas de la torre. Esta era gigantesca, y había estado a la vista desde hacía horas. Las enormes hojas de madera negra tachonada de hierro comenzaron a moverse con un chasquido, y poco a poco la hilera de carromatos fue ingresando en el recinto interior de las murallas. Los animales en sus jaulas estaban agitados, y de vez en cuando se escuchaba el chasquido de un látigo usado para apremiar a los caballos.

Su padre le dijo a Amila que quizás, entre todos los viajes, encontraría el amor. Y así, con esta ilusión, partieron ambos por el mar, recorriendo costas diferentes y ofreciendo sus mercancías. Visitaron las islas occidentales, y los puertos de las Ciudades de Hielo del sur, conocieron todo tipo de países y personas, hasta que un día quedaron atrapados en una terrible tormenta que hundió su barco. Solo la desdichada Amila sobrevivió, sujetándose de un madero a la deriva

Los carromatos se pararon de pronto y Calíope miró a su alrededor, intentando no moverse de su sitio. El recinto entre las murallas y la torre era inmenso y estaba empedrado con adoquines oscuros. En realidad, toda la Torre era negra, tan alta que su cima se perdía entre la bruma que despedía la ciudad, producto de sus numerosas fábricas. El aire olía a hollín y metal, y la niña arrugó instintivamente la nariz. Por más que lo intentaba no podía recordar el olor a mar y pino de su casa.

Amila flotó en las corrientes hasta que fue arrojada a la costa del desierto. Cansada, hambrienta y sedienta, la joven intentó moverse para buscar ayuda, pero sus piernas apenas eran capaces de dar un par de pasos. Pensó que quizás hubiera sido mejor morir en el naufragio, porque ahora tendría una muerte mucho más larga, producto del hambre, el cansancio y la sed. Llamó y pidió por ayuda hasta desgarrarse la garganta, pero nadie parecía responder ...

Dos hombres paseaban frente a los carros, y poco a poco se fueron aproximando a ella. Uno era inmenso, como un oso, con hombros anchos, y expresión seria. El otro, más pequeño, era un anciano, que sin embargo se erguía firme y caminaba con zancadas enérgicas mientras sus ojos, de un azul pálido, resplandecían de entusiasmo. Ambos eran pálidos, vestían túnicas largas de un color gris ceniza y llevaban las cabezas rapadas. Tenían un aspecto tétrico, y a Calíope le recordaron a aquellos seres de pesadilla que poblaban algunas historias de las que le contaba la abuela Clío, esas que tanto le gustaban a su hermano Ceice y tanto la asustaban a ella.

Camino de TizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora