VI. Preguntas, secretos y mentiras

838 94 101
                                    


A menudo a lo largo de su vida Hanú había pensado en su primera mentira, y estando encerrado el recuerdo persistente de esta venía una y otra vez a visitarlo. Llamarla primera era, por supuesto, una exageración. Una pequeña licencia literaria. Había mentido numerosas veces de niño, a otros y a sí mismo, como lo hace todo el mundo. Pero esa fue la primera vez que dijo una mentira grande, capaz de dejar huella, a sabiendas y de forma deliberada. No era una mentira de la que se arrepintiera. Mucho de lo que Hanú había sido después se debía a ella.

Fue a sus diecisiete, cuando una furiosa Adati de diez años se había vuelto hacia él, enseñándole los dientes. Era una niña lastimada que había cambiado de amos con demasiada frecuencia, y cuyo dolor se expresaba en rebeldía.

—Si no te comportas te volverán a vender, y puede que acabes en un sitio peor que este —le había dicho Hanú, frustrado y adolescente. No era una amenaza, era la más pura verdad. En el circo no había lugar para los que no trabajaban.

—¿Y a ti que más te da? —le había vociferado Adati en respuesta, como si en sus palabras sangrara su dolor —¿Por qué te importa si me venden?

—Me importa —afirmó entonces Hanú, solemne. Fue ese instante cuando la mentira cobró forma debajo de su lengua, y no lo pensó demasiado al hacerla salir de su boca —Me importa porque eres mi hermana.

Como las mejores mentiras, como las mejores historias, esta tenía algo de verdad. Y se volvió verdad porque ambos estuvieron dispuestos a dejar que lo fuera.

En la celda que había visto morir a Adati Hanú no podía evitar pensar en ella. Quizás lo más correcto sería decir que no podía dejar de pensar, sin más, y que Adati aparecía con frecuencia porque la había querido con toda su alma y siempre estaba presente en algún rincón de su mente.

También pensaba en Alderén, su amigo, su compañero. Pensaba en sus canciones tristes y serenas, y en cómo el dolor lo había quebrado en llanto cuando despidieron. Como había tocado su rostro una y otra vez mientras sus ojos ciegos lloraban. Quería guardar el tacto de sus facciones en la memoria de sus manos y por eso recorría una y otra vez las formas de su rostro con la punta de los dedos . Recorriendo su nariz ligeramente aguileña y de puente alto, sus ojos almendrados, su rostro alargado y afilado, con la barba recortada en el mentón.

—Cäntame una canción —le había pedido entonces, también con la voz quebrada. El joven hombre de la luna había negado con la cabeza. Tenía la nariz congestionada y las lágrimas empapaban sus mejillas. Probablemente tenía la garganta cerrada y lo que Hanú le pedía era algo cruel, pero aún así insistió. Quería llevarse el recuerdo de su voz cuando, a la mañana siguiente, muy temprano, su dueño lo entregara a los enviados de la Torre. —Por favor —insistió.

Al final Alderén había cantado para Hanú. Con la voz trémula, fue la primera vez que lo oyó desafinar, y sin embargo el himaya pensaba que era el canto más desgarradoramente bello que había oído.

A veces Hanú deseaba haberlo amado, aunque fuera una sola vez, aunque fuera para despedirse. Nunca se permitió que la atracción que sentía por el joven músico fuera más allá de una pequeña y molesta pulsión inconsciente, y ahora, en la soledad de su celda, se arrepentía de no haberse dado ese momento de dejarla libre y sin complejos, para al menos por una vez vivir como si de verdad su tiempo les perteneciera. Estaba seguro de que Alderén se sentía igual que él, y que tenía el mismo arrepentimiento.

Otras veces, en cambio, se alegraba. Cuando se era un esclavo, cuando no se era dueño de uno mismo o su destino, era mejor estar ligero de equipaje. Ya suficiente dolor le había causado a Alderén siendo amigos, no quería imaginarse que profunda herida podría haberle dejado su despedida si hubieran trascendido a algo más. Como fuera lo echaba de menos al punto de sentir su falta como un dolor físico.

Camino de TizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora