A.

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Mediodía en la iglesia de Slocburg. Como de costumbre muy recorrida de fachada para fuera, pero con menos de un cuarto de su aforamiento ocupando el interior. La misa ya había acabado, mas eso no quería decir que el trabajo del padre hubiera dado a su fin.

El padre llevaba minutos encerrado tras las cortinas de madera, en uno de los confesionarios. Allí, con sus ojos jóvenes  observaba a los creyentes creando lujuriosas imágenes mentales sobre ellos. Recreando en su propio mudo todos los pecados que llegaban a sus oídos.

- Oh Padre, oh padre confiéseme porque si no explico esto creo que me dejaré llevar por el peor de los pecados hasta la muerte.

Un hombre se había puesto de rodillas frente a las rendijas cuadradas que los separaban. Era alto, guapo y tenía los hombros anchos. Frotaba sus manos neguitosamente y se mordía los labios sin control mientras el nerviosismo se escapaba entre sus gotas de sudor, cayendo por su cuello.

-Dígame hijo. Dios lo perdona todo.

-Si Dios perdona esto no me libro de Clarissa. Esta mañana padre, he visto a mi hijastra desnuda mirarme de reojo.- La velocidad de sus manos ascendió hasta hacer creer al padre que entre ellas nacería el fuego.- Mi hijastra Noel, nació en el cuerpo de un... en fín. Ya sabe que prefiero no tocar esos temas en la iglesia. -Suspiró.

-Siga, siga hombre, no se quede así en silencio.

La tensión crecía exponencialmente. A ese hombre se le saldría el corazón de entre los labios. 

-Ya sabe cómo es la juventud padre, esos cuerpos tan hermosos, escondidos sinuosamente detrás de las camisas finas, los pechos firmes, alzados, la piel suave y cálida, la mirada pícara, deseosa de conocerlo todo a su paso. Yo lo hice padre, yo le besé los pechos, las manos y el cuello lujuriosamente. Pese a que Clarissa sea mi esposa desde hace dos años. 

-¿Se arrepiente?

-Pecaría de bolero si le dijera que lo hago.

-Oh por Dios, qué palabrería la suya para llamarse ninfómana.-Carcajeó el padre Andreas.

-No diga eso padre.-Lo dijo muy rápido pegándose a las rendijas. 

Tan rápido que el padre Andreas no tuvo otra que separarse de ellas dando un salto hacia atrás, antes de recibir un beso indeseado en sus tan deseados labios.

Y así era, los labios del Padre Andreas eran queridos por más de una mente lujuriosa, y habían sido protagonistas de más de una fantasía en media misa de la iglesia. Aquél hombre tenía algo, ya fuera por su condición de ser un fruto prohibido o por su absoluta belleza, era capaz de llenar media iglesia de personas que lo tenían como amor platónico.

Y no sólo eso, también hacerlos creer. Andreas no era únicamente una cara y un cuerpo bonitos, sino que a la par también tenía una mente audaz y la simpatía de un ángel. Cuando le apetecía.

En otras palabras tenía su lado de manipulador.

Mandó rezar de rodillas frente al altar donde se había casado al hombre que había acudido a él, después de eso recogió sus cosas, abrió una chocolatina y salió mientras se la comía, lanzando el papel al suelo antes de entrar al coche. Una vez sentado dentro suspiró suavemente.

-Hay que ser guarro... En fín...

Su teléfono sonó antes de arrancar el coche, se lo pegó al oído y arrancó poniendo el modo manos libres. Algunas gotas  de lluvia empezaban a caer sobre las ventanas. 

-¿Diga?

-Andreas, amor... ¿Te gustaría repetir lo del otro día en la capilla? Pero... esta vez en la cama, claro.

El padre se desajustó el alzacuellos después de escuchar aquellas palabras.

-Llegaré a las nueve, las nueve en punto.

Y después de aquello, empezó a conducir en dirección a el pueblo vecino empezando a pensar en sus cosas.

Sí, era cierto. Él tenía prohibido tener pareja, pero no había sido su elección, de hecho pese a verse puro, ya había caído en la tentación carnal más de una vez. Incluso antes que la media.

La recordaba perfectamente. Su primera vez en cruzar aquella oscura línea. De rodillas en la habitación escondida bajo el campanar. Probando algo desconocido de las manos de su maestro. Aquél hombre al que le había entregado la vida y a quien, al final, le había regalado una muerte en paz. Aquella primera vez no había sido deseada, pero después de esta se le había quedado una oscura curiosidad. Convertida en necesidad a lo largo del tiempo.

Detestaba y amaba a la iglesia a la vez. Pero aquello que podría haber llevado a su maestro al infierno, lo interpretaba como un regalo. 

Y por más que le daba vueltas y más vueltas, no dejaba de llegar a la conclusión de que se parecía más de lo que desearía a los pecadores que acudían a su iglesia a explicarle sus pecados. Por suerte él lo hacía bien, acallando la boca de sus amoríos con sus besos y el dinero que ganaba en la misa . No fuera que alguno de ellos osara a abrir la boca más de lo deseado.


Por desgracia el viaje de Andreas, A., se detendría esa tarde-noche cuando un rayo encertase con el parabrisas de su coche y lo prendiera fuego empujándolo fuera de la carretera sin control por un barranco lleno de cactus .Mientras, durante la caída, una misteriosa voz se encendería en su cabeza.

Andreas, pecador. Dios no te ha abandonado.

Andreas, mata al ángel. Estás maldito. Maldito, maldito con la sangre del demonio. 

Andreas, solo la muerte te espera.




AJEDREZ SANGRIENTO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora