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Él siempre fue así. Impulsivo, alegre, atrevido, dulce e inocente en el momento menos esperado. Wei Ying
siempre fue así a mis ojos, incluso cuando guardaba un secreto a la mirada de los demás, de quienes eran
sus amigos, incluso hermanos en este tiempo Wei Ying logró salvarme con su ser, lo poco que yo quería terminar. A lo que puedo ser sincero al saber que
soy aquella compañía silenciosa que deseaba desde hace mucho. Compartiendo algo más que un simple
alimento. Eran corrientes de sensaciones que nos llenaba al estar juntos.

Y mientras lo observó en la cafetería, él comiendo una comida de su agrado, pero no para zacearle, nuestras miradas cruzarían, y eso sería lo suficiente para que nos levantáramos, huyendo a pasos
calmados del bullicioso lugar. Entonces, estaría yo para él. Ofreciendo mi muñeca o mi hombro con los
ojos cerrados, sin temer.

Compartiendo incluso un contacto entre nuestros labios, observaríamos nuestras miradas, la diferencia en las pupilas de nuestros ojos. El brillante gris, calando a un opaco rojo, lograba que los latidos de mi pecho fueran rápidos hasta convertirlo en algo doloroso.

Pero, era él. Tan dulce como cualquiera fruta.

Él también me observaba. Hipnotizado, con las mejillas rosas al igual que su nariz y las puntas de sus orejas. Era él, quien empezó el beso. Tan casto, que no queríamos separarnos, pero tampoco sabíamos cómo continuarlo, cuando nuestros cuerpos picaran por un toque extra. Por mi mano juguetona que
buscaría trazar líneas invisibles en su delgada espalda, escuchando esos débiles jadeos tan cerca de mis
labios, como para zacearme con ellos.

Lo repetiríamos, uno tras otro, como un juego inocente entre nosotros.

Sin embargo, el horario de almorzó finalizaría y debíamos separar el poco contacto que nuestros cuerpos
necesitaron. Que él necesito y que yo, sin siquiera pensarlo, entregué.

Su labio se abultaría por la interrupción, balbuceando que no fuera justo nuestra separación. No dudaría
en besarlo para calmar sus ansias, y lo levantaría de mi regazo, acomodando su camiseta, tratando de ocultar mi sonrisa cuando el rojo de su cuello se hacia tan notable, y quizás lo suficiente marcado como para alejar a otros interesados.

Peinaría sus cabellos, dejando que aquella cinta roja que tanto resguardaba para sí mismo sostuviera
su mechones rebeldes. Era tocar sus mejillas con mis pulgares, extendiéndolas en mi tacto maravillado
por aun poder estar a su lado, como un buen sueño.

Saldríamos de aquel cubículo, sin ser encontrados. Él acariciara mis cabellos castaños, besaría una de mis mejillas, siempre la izquierda y con una sonrisa alegre se despedía de mí.

Aquel era nuestro secreto.

El Recuerdo En Sangre Fría, NingXianDonde viven las historias. Descúbrelo ahora