Capítulo 1: Es el infierno

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En el orfanato Esperanza los niños podían jugar después de estudiar y terminar sus tareas, comían 3 veces al día y sus habitaciones tenían cómodas camas para dormir. Siempre que fuera el inspector, ellos podían dormir ahí pero hoy no era el caso.
Leonardo, un niño de 8 años, observaba el techo de aquella habitación con la luz de la luna que entraba por la ventana. Era un cuarto amplio sin ningún mueble, ahí dormían todos los niños de 5 a 12 años, siendo 15 en total y cada uno tenía una sábana lo suficientemente grande para cubrirlos pero él juntaba su sábana con la de Paulo, su mejor amigo, para compartirla.
Volteo a su derecha viendo a su amigo quien tenía su seño ligeramente fruncido, lo sabía, tenía una pesadilla.
Y como cada noche, lo abrazo contra su pecho, arrullandolo con pequeñas palmadas en su espalda.
—Ya, ya, todo está bien—murmuro—. Todo está bien, tu hermano mayor te protegerá.
El niño relajo su rostro y lo abrazo.
—Leo—le llamo en voz baja un niño que aunque no lo podía ver, sabía que tenía miedo—. ¿Cómo nos irá mañana?
—¿Cómo que como?—le cuestiono—. No hemos hecho nada malo en estos días.
—Sí, es cierto pero...
—Cállense—dijo una niña molesta—. La Directora podría oírlos. Ya saben que la hora de dormir es... La hora de dormir.
Aquella oración estremeció a ambos niños.
—Sí, lo siento.
A la mañana siguiente, todos se levantaron antes de que saliera el sol para recoger sus sábanas.
—¿Cómo dormiste?—pregunto Leonardo a Paulo que terminaba de doblar su sábana.
—Bien, hoy no tuve tanto frio—respondió sonriendo.
Se escuchó la puerta sonar y todos guardaron silencio.
—Niños, voy a entrar—dijo Cinthia con voz amable, una mujer de 37 años—. Buenos días ¿Están listos?
—Buenos días—dijeron al unisono todos al ver a la Directora—. Sí, señorita Cinthia.
—Muy bien, guarden sus sábanas y vayan a la sala en orden. Hay algo que tenemos que hablar antes del desayuno.

Los niños asintieron en silencio y la mujer se retiró sin decir nada más.
Colocaron sus sábanas en orden y como cada mañana, se acomodaron en una fila desde el más chico al más grande.
Salieron de aquella habitación dirigiéndose a la sala donde la Directora los esperaba junto con otras 2 mujeres.

—Bien—hablo la mujer sin dejar de sonreír y ver a los niños—. Quiero que sean honestos ¿Quién tomo un paquete de galletas del almacén?
Pero ninguno respondió.
—¿Nadie?
—Se lo dije Directora, estos niños no hablaran—se quejo una mujer mayor de 64 años, Martha, la cocinera del orfanato.
La mujer suspiro con pesadez y continuo mirando a cada uno, observo sus rostros paralizados del miedo pero en alto, hasta que su vista se fijó en Paulo, se acercó y se agachó a su altura.
—Anoche no cenaste bien... ¿Tú lo tomaste? Puedes decirme la verdad.
—No, señorita—nego—. Yo no fui.
—Mentir es malo, Paulo. ¿Sabes lo que pasa cuando mientes?
—¡Yo fui!—grito Leonardo—. Tenía hambre, lo siento.
La Directora se volteo a verlo y se levantó para acercarse al niño quien agachó la mirada.
—Comprendo pero lo que hiciste fue robar, incluso si hubiera sido una galleta la acción es la misma.
—Lo siento.
—Así no se piden disculpas—nego y con su mano derecha hizo que cayera al suelo, el niño coloco sus manos evitando golpearse la cara contra el piso—. De nuevo.
Leonardo se arrodilló sin levantar su vista.
—¡Lo siento!—exclamo.
—¿Niños, creen que con una disculpa se arregla todo? Cada mala acción debe ser castigada—levanto su mano derecha en señal para que se acercará la otra mujer más joven, profesora de los niños—. Eso no es lo que te ha enseñado tu maestra Emilia. Arriba y muestra tus manos. Quiero que les quede claro a todos, miren a su compañero sin apartar la vista.
Leonardo obedeció sin mirarla, sabía lo que venía después y aunque él no las había tomado y estaba seguro que su hermano tampoco, no dejaría que lo culparan o lastimaran.
Los niños lo miraron tristes a excepción de uno que miraba el piso sintiéndose culpable, lo siento, pensó el niño.
—¿Cuántas galletas había en el paquete?
—24 galletas—respondió la cocinera.
—24 golpes con la regla serán—le dijo a la maestra quien ya tenía en sus manos una regla de metal—. Trata de no dejarle marcas, recuerda que son niños—sonrió y se dió la vuelta—. Son el futuro de la sociedad pero si es necesario ponle vendas.
—Sí, Directora—respondió la mujer de 27 años.
La Directora se retiró junto con la cocinera y antes de irse les recordó manteniendo su sonrisa—. No tardes mucho, en unos minutos será hora del desayuno.
Una vez que salieron, sin decirle ninguna palabra al niño le dió el primer golpe, seguido de otro y de otro.
Los demás permanecían en silencio, escuchando el sonido de cada golpe que recibía su compañero.
Leonardo apretaba los dientes con cada golpe que sentía, soportando el dolor cerro sus ojos, dejando que las lágrimas salieran, si tan solo pudiera escapar... Este lugar es el infierno, pensó.
—¿Les a quedado claro lo que sucede cuando roban?—pregunto Emilia una vez que termino, al ver que todos asintieron volvió a mirar las manos de Leonardo—. No te deje ninguna herida pero te pondré las vendas.

Una vez que la maestra termino de colocarle el vendaje y manteniendose en fila se dirigieron en silencio al comedor. Al llegar, Emilia les indico que se sentarán mientras esperaban a qué trajeran sus platos y se despidió de los niños.

—Hoy no vino el señor del traje... Vamos a desayunar lo mismo ¿Cierto?—pregunto Lucía una niña de 5 años, al ver el vaso de agua y 3 pastillas al frente de ella.
—Pero comeremos algo rico en la tarde—le respondió Susan una niña de 8 años, intentando animarla—. Así que está bien.
—No tarden tanto en tomarse las pastillas—pronunció impaciente Cristóbal un niño de 10 años, quién al igual que algunos ya se había tomado las pastillas.
—Ya viene la señorita Martha con los platos, rapido—les apresuró Bruno un niño de igual 10 años.
Rápidamente los que faltaban se tomaron las pastillas.
—Buenos días, niños—les saludo la mujer, retiró los vasos vacíos y coloco sus platos y una taza—. Provecho.
—Buenos días, señorita—dijeron los niños al mismo tiempo—. Gracias.

La mujer se retiró dejando a los niños solos, todos miraban sus platos, unos decepcionados y otros molestos, 2 galletas y media taza de café, era el desayuno y la cena cuando no estaba el inspector.

—El desayuno es lo más importante y nos dan esto—murmuro disgustado Mauricio un niño de 9 años.
—No seas malagradecido—le regaño Cristina, una niña de 9 años que alcanzo a oírlo—. Esto es mejor que no comer.
—Y cualquier cosa es mejor que este lugar—respondió terminando de comer sus galletas.
—No peleen—pidio Ana una niña de 5 años quién ya había terminado de desayunar—. Por favor.
—Tranquila—le dijo contento Angelo un niño de 7 años—. Ellos no van a pelear porque son amigos ¿Verdad?
Los niños se miraron y asentaron en silencio, no hubo más platicas, una vez que terminaron llevaron su plato y taza al lavadero.

El día transcurrió como los demás, se alistaron para sus clases y unas vez que terminaron sus tareas salieron al patio a jugar.
Algunos corrían y otros jugaban en los columpios, Paulo por otro lado se encontraba arriba de los árboles mientras que Leonardo lo observaba desde suelo quien por el vendaje no podía subir, hasta que miro a José y se dirigió hacia él.

—¡José!—grito Leonardo asustando al niño de 9 años que se encontraba sentado.
—¡Leo!—dijo nervioso levantándose—. ¿Qué quieres?
—Tú fuiste ¿Cierto?—pregunto molesto—. Tú robaste el paquete de galletas.
—Yo, yo... Sí—confeso agachando la mirada—. ¡Perdón! sé que te golpearon por mi culpa pero en verdad tenía hambre y miedo, Leo.
—Los demás también tenemos hambre y nunca robamos ¡Nada!—grito enojado y aún con sus manos vendadas sujeto la camisa de José con su mano derecha—. ¡Casi golpean a mi hermano por ti, eres un miedoso!—dijo levantando su puño izquierdo dispuesto a golpearlo pero alguien lo detuvo sosteniendo su muñeca.
—No le pegues—pidio Paulo sin soltarlo, se había bajado rápido del árbol al ver que se dirija hacia José.
—Paulo, suéltame, se lo merece.
—No, si le pegas serás igual a ellos... Perdonalo.
Leonardo se quedó callado y miro a José, quien ya tenía lágrimas en sus ojos y temblaba, aquella mirada le recordó a su hermano, finalmente, soltó su camisa dejando que se fuera.
—Gracias—dijo Paulo aliviado, soltando su muñeca.
—Esta bien... Perdón—murmuro estando aún de espalda.
—No hay porque.
Ambos regresaron al árbol para seguir jugando.

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