"El amor es ciego. La amistad cierra los ojos", Friedrich Nietzsche.
La peor noticia del mundo me pilló en casa.
De hecho, me estaba arreglando para salir y quizá encontrarme con Kai para hacerme el ofendido. No me gustaba en lo que andaba metido, y mucho menos, que hubiera pasado de mis ultimátums cuando le dije que no contara conmigo si decidía seguir con la idea del narcotráfico.
—Han detenido a Kai —farfulló mi padre cuando entré en el salón para despedirme.
Clavé los ojos en el televisor y me quedé de piedra. Había imágenes del restaurante rodeado de coches patrulla con las luces encendidas y automáticamente pensé en su familia. En que sus pobres hermanos y su abuela acababan de perderle pocos meses después de morir sus padres.
—Hiciste bien en alejarte de él... —masculló mi madre. Y ese comentario no pudo sentarme peor.
¡¿Cómo había podido pasar de él sabiendo lo que ocurriría?! Tenía que haber insistido en que lo dejara y me culpé por haberle fallado cuando más me necesitaba. Pasé de él porque no quería parecer el típico celoso que requiere más atención cuando su mejor amigo empieza a ir en serio con una chica.
La realidad es que Kai llenó el vacío de la muerte de sus padres con Lola y sentí que yo ya no le hacía falta.
Le dije que esos trapicheos no eran buena idea...
¡¿Por qué no me hizo caso?!
La respuesta dolía demasiado.
Le cayeron seis años... y a mí seis toneladas de culpabilidad por no tener la suficiente autoridad en su vida como para frenarle.
Antes del verano ya me había alistado en la Policía Nacional. ¿Por qué? Pregunta obligatoria en cuanto pones un pie en sus instalaciones. Pero yo lo tuve fácil... Porque llevaba dentro el sentido del deber y Kai me hizo ver hasta qué punto.
Por supuesto, mis padres pusieron el grito en el cielo por abandonar la carrera de Administración y Dirección de Empresas. Supongo que frustré sus planes de verme convertido en el propietario de un lujoso Maserati, pero cuando tu moral está muy por encima de lo superficial, no puedes ignorarla; tu felicidad depende de ello.
Las tentaciones de ir a visitar a Kai a la cárcel me arañaban la piel a diario, pero no era mi estilo aparecer por allí con un «Te lo dije» en la mirada. Sobre todo porque evidenciaba que nuestra amistad no había sido todo lo fuerte que creía.
Un par de años después, entraba a trabajar en una comisaría de Sevilla, orgulloso de lucir el uniforme. Allí me sentía útil, y por fin, correcto. Apenas volvía a Estepona algún fin de semana, porque entre el mal ambiente en casa y que cada esquina me removía viejos recuerdos, prefería quedarme en Sevilla y disfrutar del salero de las sevillanas, que menudo arte tenían... Por no hablar de su filosofía, era escuchar la palabra «policía» y tener luz verde para acceder a su entrepierna. Había perdido la cuenta de las veces que me habían suplicado que me las follara a pulso con el uniforme puesto.
Y podía hacerlo gracias a que en aquella época amortizaba con creces mi pase mensual del gimnasio. Estaba hecho un toro a mis veintitrés. Tanto, que a las treintañeras cachondas y experimentadas les colaba que tenía treinta. Era tan idiota que pensaba que cuanto más me pareciera a Supermán, mejor lucharía contra el crimen.
Compartí piso con un friki de la informática y le cogí el gusto a fuxicar por el ciberespacio, como él decía. Era portugués y cocinaba el bacalao como nadie. Me enseñó hasta dónde se puede fisgonear en la vida de alguien por internet. Y cuando digo alguien, me refiero a sospechosos. La tecnología deja un rastro de información muy interesante que me ayudó a acelerar de forma drástica la resolución de muchos casos.
—Eres un crack —me dijo un compañero meses después—. Con tus méritos y tu físico, podrías llegar a GEO, ¿lo sabías?
«Guau...». Los GEO. El Grupo Especial de Operaciones... La élite de la Policía Nacional. Donde se exigían unas marcas físicas sobrenaturales y destacar psicológicamente en pruebas que la mayoría de los mortales ni aprobaría.
Y si conseguías sortear todo eso, te esperaba una tortura de treinta semanas en el curso práctico de GEO. Un viaje directo al infierno con la mayor tasa de abandonos conocida hasta la fecha.
—¿Dónde puedo conseguir información? —respondí sin ocultar mi indiscutible complejo de superhéroe. Los veintipocos causan estragos en los chicos guapos y musculosos, pero cuando se lo propuse a mi jefe, su respuesta me sorprendió.
—Olvídalo. No tienes lo que hay que tener...
—¿Disculpe...?
—Se necesita la mente clara y el corazón limpio.
—Yo lo tengo todo limpio y claro —repliqué ofendido.
—Chico, en menos de 24 horas te sacan todas las movidas mentales que tengas... y tú guardas una muy gorda.
—¡No guardo ninguna! —gruñí enfadado.
—Y una mierda, hay algo en tus ojos... No hay que ser el puto Sherlock Holmes para verlo. Pero sea lo que sea, déjalo fuera o ni lo intentes.
¡¿Qué cojones quería que hiciese, ir a un psicólogo?! No necesitaba que nadie me dijera quién había encadenado en ese rincón oscuro de mi interior. Lo único que necesitaba era perdonarme a mí mismo por haberlo dejado ahí, pudriéndose en la nada mientras yo seguía con mi vida.
El siguiente fin de semana me vi andando hacia el único lugar que conocía donde recordaba que expedían absoluciones. Una iglesia...
Me sorprendió no encontrar al mismo cura de siempre en la diócesis que solía frecuentar de niño, pero su ausencia me dio la primera lección: que ya no era un chiquillo. Que el tiempo pasa para todos y que era hora de avanzar. En su lugar me topé con un joven cura, medio fumado (todo sea dicho) que me convenció de dejar todo el peso de mi culpabilidad sobre sus hombros para que yo pudiera irme tranquilo. Me aseguró que se encargaría personalmente de ir a la cárcel a visitar a Kai para que escuchara todo lo que necesitaba decirle. Quizá en su día no supe presionar las teclas adecuadas para hacerle cambiar de idea, pero sabía cómo provocarle para que recondujera su vida. Y no hacerlo me estaba matando. Pero al mismo tiempo, no quería ir yo...
¿Entonces?
Entonces encontrarme con el Padre Alberto fue un milagro...
Y en pleno siglo veinte, con mi estricta educación religiosa y tanta información al alcance, ya no tenía muy claro en qué creer. Para mí Dios se había transformado en un concepto. En una filosofía de vida. En una luz que... o la tienes o no. Como la fuerza de Star Wars nacida para luchar contra el mal puro. El resto de cuestiones no me interesaban.
Y para un loco de la ciencia ficción como yo (uno que un día juró que jamás tendría una novia que no creyera en fantasmas) cruzar el atrio de esa iglesia y sentir que se había puesto en marcha un plan (no sé si divino, pero sí honorable), fue suficiente para volver a creer en todo.
Cuando me presenté a las pruebas para GEO, ya había recibido un wasap del mismísimo Dios en la tierra prometiéndome que sus palabras habían causado el efecto deseado en Kai (cabreo y vergüenza a partes iguales) creando un tsunami de resiliencia en él que le ayudaría a recapacitar.
Meses después, mi jefe me enseñaba la carta de admisión para acceder al GEO y quise celebrarlo a lo grande con un par de amigas que me dejaron literalmente seco... Siempre he sido previsor. Lo que no preví fue que meterme en el GEO me rompería en mil pedazos, me abriría en canal y me convertiría en el líder que hasta yo ignoraba llevar dentro. Ese que todo el mundo necesita cuando está asustado. Y asumir ese papel me cambió por completo. Ya no era el mismo...
Lo único que perduró fue un nombre grabado en mi alma. Uno que nunca olvidé porque sentía que le debía algo... Kai Morgan.
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VOY A SER TUYO
RomanceUn buen amigo no es el que intenta levantarte cuando te caes, eso tienes que hacerlo tú mismo. Un verdadero amigo, es el que se tumba a tu lado cuando todavía no estás listo para hacerlo. Nunca habría imaginado que mi detención por traficar me lleva...