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—¿Besé a alguien o no? —repitió Fabián, al ver que su amigo se quedaba en silencio.

—Roberto, ¿te podés ir? —le espetó finalmente Pablo.

No lo podía soportar. No podía soportar tener al Ratón al lado preguntándole si besó a alguien esa maldita noche. Pablo sabía perfectamente la respuesta, pero no se la iba a decir. No.

Roberto Fabián Ayala no podía saber a quién había besado.

—No me acuerdo si...

—¡Dejá de mentirme! —gritó Ayala, asustando a Pablo.

El cordobés se alejó un poco del mayor, y éste se arrepintió de haberle gritado al verlo así.

—Pablito, perdón. Sabés que no quiero que me mientas —susurró, agarrándole la mano.

Pablo sollozó y, como pudo, le dijo al Ratón que se vaya. Éste tuvo que aceptar. Cuando Pablo supo que se fue, dio rienda suelta a sus lágrimas.

—¿Por qué tengo que seguir recordando esa noche? ¿Por qué no la puedo olvidar? ¿Por qué? No le puedo decir, no puedo —sollozó—. No quiero que se aleje de mí cuando lo sepa.

Él recordaba perfectamente lo que le costó seguir como si nada con Ayala al día siguiente, como si nada hubiera pasado. Porque le había gustado ese beso.

Se sentía mal al recordar eso, porque se acordaba de las familias de ambos. Los dos estaban separados, sí, pero ¿y sus hijos? Él tenía 4, y Ayala cinco. Los 9 chicos se querían, pero Pablo notaba que sus hijos se llevaban mejor con los de su mejor amigo, Juan Román Riquelme. No. Sus hijos no tenían que saber lo que había pasado, no podían saber del beso.

—No voy a meter a Agus, Sara, Juana y a Eva en esto. Ni a Cinthia, Fran, Sofi, Pili y Marti —murmuró.

—¿Pablo? —Walter se le acercó, y Pablo temió que su amigo hubiera escuchado lo que dijo. Si era así, le iba a preguntar en qué no iba a meter a los chicos.

—¿Qué pasa, Walter? —le preguntó Pablo.

—¿Qué te pasa a vos? Fabián nos dijo que lo echaste, que estabas mal —dijo Samuel—. ¿Por qué te fuiste cuando el Ratón te preguntó si había besado a alguien?

—No me pasa nada —mintió Pablo—. No huí, no digas eso.

Samuel suspiró.

—¿Por qué no querés hablar con Fabi? —preguntó.

—Porque no, Wally —dijo su amigo—. Quiero que me deje en paz por un rato, no quiero hablar con él. Ya suficiente lo aguanté 45 días encerrados —ambos rieron con lo último.

—Ahora me doy cuenta de por qué los pibes no te tomaban en serio a menos que te enojaras —comentó el labordiense—. Por ahí venís diciendo algo re serio y de repente se te va la seriedad.

—¿Y te acordás que Montiel dijo que ellos eran más maduros que nosotros? Cualquiera —recordó Aimar—. Los que sí me tomaron en serio fueron Nico González y Ángel Correa.

—Sí, pero porque te calentaste con sus peleas.

—¿Y cómo no? Si eran casi todos los días en la hora del desayuno, re gedes eran —se defendió Aimar, y Walter no lo pudo negar.

—Bueno, tenés razón. Recontra pesados. Che, ¿eran ciertos los rumores? Qué Ángel había engañado a Nico con el Tucu —preguntó.

—Sí. La verdad, le haría un gran favor a Montiel y al Tucu si matara a Nico González —comentó Pablo.

—¡César! —lo retó su amigo entre risas.

Ambos rieron.

Horas después, todos estaban en sus casas, y Pablo hizo todo lo posible para disimular delante de sus hijos...

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