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El sol me daba justo en la cara lo que provocó que me levantara de mala gana. Me escapé de esa casa en cuanto me levanté.

Llegué a casa después del largo viaje en el taxi. Todo el viaje pensé que David. Él no sabe que eso solo era una simple apuesta, que yo no quiero nada con él. Y debe saberlo. ¿Quién carajos se acostaría con una desconocida y se enamoraría? ¿Amor a primera vista? Quizás. ¿Soy muy creyente? No.

Abrí la puerta sin importarme mucho hacer o no ruido. Escuché a alguien en la cocina y pasé de largo hacia las escaleras. Mi casa es pequeña así que se puede escuchar los murmullos de la cocina, y si agudizas el oído puedes llegar a entenderlo. Pero no lo haría, no me interesaba. Mi prioridad ahora era darme una ducha.

—Marta —me saludó con cierta alegría.

—¿Y ahora que pasó? —rodeé los ojos y me volteé estando a la mitad de las escaleras.

—Solo te quiero preguntar cómo te fue anoche.

—Bien, mamá —su sonrisa triste me causaba algo malo —. Voy a bañarme y acostarme.

—Ya mismo está la comida.

—No tengo hambre —terminé de subir y me encerré.

Me acosté en la cama por unos segundos con la vista en el techo, las ganas de vomitar no se iban por mas que me enfocara en otra cosa. Ni siquiera recuerdo con exactitud que fue que pasó con David, solo sé que de un momento a otro tomo el control de la situación. Me levanté y fui a ducharme. Salí con ropa limpia, los dientes lavados, mi cabello despeinado y sin zapatillas.

Mamá estaba en el umbral de la puerta mirándome con una leve sonrisa.

—Tu papá llamó.

—Así que era él con el que conversabas —asentí y me senté en la cama —. ¿Qué te dijo?

—Nos invitó a comer hoy —alcé las cejas —. Con su familia.

—Infeliz —me paré de la cama y la miré mal —. ¿Cómo se atreve?

—Es a las siete —dijo con temor.

—Mierda —suspiro cansada —. Ok, estaré aquí.

—¿Te vas?

Justo cuando preguntó fui a por mis zapatos y mi bolso negro con brillos. Ni siquiera respondí y solo salí de la habitación. Bajando las escaleras pronunció mi nombre y me detuve.

—¿A dónde vas?

—A un lugar que no sea aquí. Volveré antes de las ocho para irnos juntas —murmuro y termino de bajar.

—Hija, me preocupas.

—No deberías —un nudo se me formaba en la garganta —. Estoy bien.

Cerré la puerta antes de que siguiera con sus típicas preguntas. Caminé por las calles en busca de algo para hacer y recordé que no había visto a Omar, así que lo llamé. Cuando contestó grité para asustarlo y las personas a mi alrededor también lo hicieron, pero no les presté atención.

—Me rompiste el oído.

—Hola, tarado.

—Buenas tardes, pendeja —no lo veía pero sabía que sonreía —. ¿Que quieres?

—¿No puedo llamarte para preguntarte cómo estás? —bufó.

—¿Quieres que te responda eso?

Él sabía que odiaba que me preguntara como estaba. Hacerlo me hacia entrar a una duda existencial, por eso no saludo como normalmente lo haría una persona común con «Hola, ¿cómo estas?». Se supone que para no preocupar a la gente o no incomodar a gente desconocida tendría que decir y fingir estar bien, pero me gusta ser sincera. En todo momento. Entonces era un lío responderle a mi mamá y decirle que estaba fatal por la separación de papá y que por eso me drogaba y bebía como si no hubiese un mañana.

La apuesta que cambió mi vida. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora