El viejo apagó el pucho en el suelo con la suela del zapato rechinando los dientes. Hacía diez años que no fumaba un cigarrillo. En 2010, su mujer falleció de cáncer de útero, parecía que ya lo tenía superado pero con el paso del tiempo esa angustia asfixiante se volvió a manifestar.
El chirrido del celular sonando sin parar lo enojó a tal punto que renegaba solo.
— ¿Quién llama?
— ¿Es usted el señor Coronado Eugenio?
—Sí, él mismo. ¿Con quién estoy hablando?
—Nos comunicamos de la Agencia de viajes Plus, ya sabe, la combi que lo lleva...
—Sí, como sea. ¿Qué quiere? ¿Hay un lugar disponible en promoción para jubilados? Mire que no tengo demasiado dinero.
—Sí, señor. Tenemos registrado su destino y los datos personales completos. Solo queda confirmar el viaje y no lo molestamos más.
—Sí, voy a viajar. ¿Mañana mismo?
—Sí, está reservado para ese día a las 18:00 hs.
—Perfecto, adiós.
Eugenio arremangó su camisa a cuadrillé y comenzó a preparar su valija. Llevaba lo básico, al fin y al cabo, solo sería por unos días. En el peor de los casos tenía pensado comprar ropa allí. Mejor que no haya que cargar con tanto peso, con tanta humedad los huesos le dolían demasiado. Llevaba un libro para el viaje por si se aburría en el camino y algunos caramelos frutales masticables. El médico le decía que no abusara de las golosinas, pero era inevitable darse ese gusto.
A la hora pautada, la combi estaba allí. Era bastante pequeña, con los vidrios polarizados. El viejo fruncía el entrecejo, no le cerraba por qué tanto armatoste. Sería para mayor seguridad, pensó. Agarró sus pertenencias y haciendo un gesto con la mano, para que lo identifiquen desde la vereda de enfrente, se acercó al vehículo.
El chofer traía anteojos de sol y una chaqueta negra que combinaba con los elegantes zapatos.
—Buenas tardes —dijo el viejo.
El hombre no le contestó, se limitó a hacer una mueca con la boca y abrió la puerta. Eugenio pensaba en qué maleducado había sido con él, un hombre mayor, con lo que vale el pasaje.
Subió a la combi y se sintió como en casa, un aroma a desodorante tan dulce que le encantaba. Pronto observó las ventanas y estaban tan polarizadas desde adentro como afuera. Ya no le gustó. La ansiedad lo empezó a atormentar.
El extraño hombre cerró la puerta del vehículo con llave. Eugenio se empezó a poner nervioso, no solo que no podía ver hacia afuera sino que estaba encerrado y para colmo no podía comunicarse con la parte de adelante de la combi. Estaba aislado.
En una hora se comió gran parte de los caramelos que traía. Leyó al menos diez páginas del libro, iluminado por una luz de emergencia artificial que había en el techo. Suspiraba y se llevaba la mano derecha al pecho, sentía que le faltaba el aire.
Había escuchado en los medios de comunicación que debía toser en caso de que estuviera frente a un posible ataque cardíaco. Cháchara, un mito que aún sigue circulando. Si algo pasaba, lo único que le podía salvar la vida era que otra persona le realizara reanimación cardiopulmonar. La cuestión es que estaba solo.
Transpiraba de calor, hasta que de pronto se activó el aire acondicionado frío. Fue inevitable que posteriormente se quedara dormido, con la boca abierta y los brazos caídos a los costados. Estaba agotado y solo deseaba que el tiempo pasara lo más rápido posible, nadie quería estar allí.