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Al fin, a media tarde, los centinelas han anunciado su regreso. No corrí a recibirle en el patio porque no hace falta confirmarle a súbditos y amigos que soy tamaño imbécil sentimental. Sin embargo, cuando descabalgó, lo observaba desde mi ventana, bebiéndome con los ojos la curva de su mentón, la risa con que acogió una broma de Maedhros, la orden que le ladró a su hijo menor cuando el chiquillo se metió entre mis gemelos, la palmada en el trasero con que saludó a nuestra hermana menor... Compruebo que no hay heridas y que ningún implante ha fallado durante el viaje por la facilidad con que se mueve. Finalmente, alza la vista y sus ojos me encuentran, y una sonrisa curva su boca suave, sembrando mi estómago de ansiedad.

Cuando la puerta se abre, ya tengo listas las herramientas. Sin mediar palabra, se desnuda frente a mí.

Sigue siendo el mejor espectáculo del mundo. De hecho, los implantes lo han hecho mejor cada vez.

La línea de acero que sostiene su columna es similar a la exquisita aleta dorsal de un dragón, cada pieza creada de modo que permite la rigidez y las ondulaciones del cuerpo de un guerrero. Los brazos arácnidos abrazan su torso duro y delinean los glúteos firmes. Una prótesis sustituye su pierna derecha hasta la rodilla y el guantelete con la espada retráctil que le regalé esta primavera recubre su brazo izquierdo. Cada pieza es el fruto de jornadas enteras de trabajo y desesperación; jornadas en que lloré sobre los planos pensando que no conseguiría salvarle; jornadas en que maldije el metal que sostenía mis piernas, pero que tal vez no podría sustituir sus miembros rotos.

—¿Admirando tu obra? – comenta alzando una ceja mientras se contonea como un gato frente a mí.

—Deja de ser idiota y déjame echarte un vistazo — le gruño, indicando la cama con un gesto.

Me saca la lengua, mostrándome la esfera de oro que la adorna en el centro y se desliza hasta el lecho. Se sienta en el borde con las piernas separadas y espera a que me arrodille ante él.

—Tuve un sueño — comenta al descuido mientras separo las piezas de su pierna de acero para echar un vistazo al mecanismo interno.

—¿Mhn?

—Soñé que vivíamos en un mundo diferente.

—¿Diferente? – repito y uso un poco de grasa mineral antes de reajustar los engranajes.

—Con más luz. Al otro lado del mar. Una tierra bendecida.

Aseguro el último tornillo y me incorporo para indicarle que se acueste bocabajo.

—¿Qué quieres decir con bendecida? – pregunto por seguirle la corriente cuando me arrodillo a su lado para examinar cada vértebra artificial por separado.

—Gobernada por los dioses.

—Maldita querrás decir entonces -, me burlo.

—Eran dioses diferentes. Más... cándidos. Creían que Morgoth podía redimirse y hacer el bien.

El estilete se me resbala y se hunde en su carne. Él no reacciona y un estremecimiento de rabia me recorre: con las vértebras desconectadas, es totalmente insensible a mi toque.

—Eran dioses idiotas — me burlo con amargura y empiezo a reconectar los tornillos.

Guardamos silencio mientras termino. Cuando recupera la movilidad, rueda sobre un costado y queda bocarriba sobre el colchón, mirándome a través de las largas pestañas.

—Era distinto allí.

—¿Distinto? ¿Por los dioses? ¿O por la luz?

—Tú y yo. Era distinto allí. Como si no... como si nunca nos hubiésemos amado -, termina en un susurro.

Dreams of Iron and GoldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora