No había nadie en Lancaster que fuese realmente una bruja. Aquella época había quedado atrás mucho antes de que Alba naciese. A sus quince años, ya se había amoldado al cendal de niebla que cubría a los castillos con historias sobre plagas, monstruos y guerras. A veces, la luna se resistía a aparecer del todo, escondida tras el afilado pico de una catedral; y parecía que la oscuridad se tragaría la ciudad de no ser por las farolas. Las tiendas de antigüedades exponían pequeñas muñecas de porcelana que sostenían escobas, con el rostro torcido en un gesto de enfado. Los turistas las compraban y las colgaban del techo, tal vez junto a algún folleto sobre el juicio de las Tres Brujas de Salemsbury.
No obstante, Alba había aprendido a distinguir otros días. Esos en los que el Sol se derramaba sobre los edificios demasiado rápido y los abuelos instaban a sus nietos a volver a casa y jugar dentro. No era muy supersticiosa. No más que sus vecinos, los señores húngaros que colocaban ajo en su puerta a medianoche cada dos meses y guardaban silencio hasta el día siguiente. Pero Alba se preguntaba si sabrían algo que a ella se le escapaba. Esas noches prefería no salir. Se iba a la cama con un libro y dejaba que su mente poblase las calles que reconocía en su memoria con sirenas y dragones y niños que iban a escuelas de brujería.
Había algo que no tenían problema en admitir siempre que no se dijese en voz alta, un secreto innegable que solo se manifestaba entre susurros: no había nadie en Lancaster que no creyese en la magia.
Cuando llegó la víspera de su cumpleaños –y todo el mundo sabe que las vísperas albergan unas gotas más de magia que el día en cuestión- Alba esperaba algo especial, algo fuera de lo común. Quizá un nuevo tipo de tarta en la pastelería. O una confesión inesperada de Brandan, ese chico tan dulce con el que jugaba al tenis y con el que era imposible no reír.
Era abril y hacía frío. Había un par de turistas disfrazados con túnicas y máscaras. Alba pensó que debían de ser abrigadas. Sintió un poco de envidia. Era la víspera de su cumpleaños y su madre le había encargado elegir una tarta. No podía dar media vuelta a coger algo que la protegiese del frío.
—Ten cuidado —le había dicho Bajnok sujetando un collar de ajos, justo cuando se disponía a marcharse.
—¿Vampiros otra noche? —preguntó ella, tamborileando con los dedos sin darse cuenta sobre el marco de la puerta.
—No, me refería a que el suelo resbala. Podrías tropezarte. Entorpecería tu futura boda con Brandan.
—¡Bajnok! —le reprendió Alba—. Mi madre está justo al otro lado de la puerta.
—Lo he oído —gritó ella—. Y yo tampoco quiero que entorpezcas tu futura boda con Brandan, así que espero que tengas cuidado.
La chica se señaló las botas de lluvia para que su madre las viese. Rezó en voz baja por que Brandan estuviese muy lejos de allí y no escuchase parlotear a Bajnok sobre la buena pareja que hacían.
—Ahora, ¿me puedes explicar por qué tienes un puñado de ajos en la mano? —le preguntó a Bajnok mientras se abrochaba la fina rebeca de punto.
El húngaro chascó la lengua.
—A Kardos se le ocurrió ver Crepúsculo y no ha parado de tirar ajos a la pantalla cada vez que salen los Cullen.
—Pero vosotros… —terció Alba, tratando de no reírse.
—No creemos en ese tipo de vampiros —terminó Bajnok por ella—. Kardos se lo toma todo muy en serio —Fue a decir algo más en su defensa, pero dos gajos de ajo se deslizaron por el umbral de la puerta desde el salón y escucharon al hombre gritar ‘¡Muere, Edwatd!’—. Hay una explicación científica para todo esto: es imbécil.
—Ya veo. Cuida de él. Dile que Edward se marcha en Luna Nueva —se despidió Alba, fundiéndose entre el gentío de la calle principal—. Volveré pronto.
Emprendió la caza del pastel perfecto para su cumpleaños. Preguntó en todas las pastelerías, pero ninguna aceptaba más encargos ese día.
Ya era tarde. La oscuridad se extendía por las callejuelas del sur, cubriendo el suelo empedrado con sombras diáfanas. Caminar en las últimas horas del día podía ser aterrador en muchos lugares, pero en su pequeño rincón en Lancaster era extrañamente reconfortante. El aire olía a galletas recién horneadas y cantaba con la música de los violines de los músicos ambulantes.
Sonrió cuando llegó al final de la calle. No debía de haber alcanzado ese punto. Técnicamente, su cometido era cruzar antes y visitar la última dulcería que le faltaba, pero no pudo evitarlo. Era una feria.
La última vez que había presenciado una feria en Lancaster tenía nueve años. Era la víspera de su cumpleaños número dieciséis, y allí estaba de nuevo. La entrada estaba coronada por luces que parecían caramelos.
El río Lune estaba brillante y misterioso. Era el tipo de río en el que podrían aparecer la espada Excalibur o el monstruo del lago Nes sin parecer fuera de lugar. El tipo de río teñido por la luna llena ante la que las brujas recitaban encantamientos.
Había una gran noria prácticamente vacía. Lo entendía. El crujido que emitía el traqueteo del metal al girar no parecía nada fiable. Alba no dudó antes de dirigirse hacia ella. A pesar de sufrir vértigo, le gustaba ver la ciudad desde arriba. Era casi como volar. De niña cerraba los ojos al ascender e imaginaba que estaba subiendo hacia las estrellas.
Esa noche a las doce en punto Alba cumpliría los dieciséis años. Y, si seguía allí mucho más tiempo, esa noche a las doce en punto Alba estaría sentada en un coche de choque golpeando a los otros vehículos accidentalmente –o puede que no tan accidentalmente. Sin tarta. Y dejando a un enfadado Kardos tirándole ajos a la cara a Edward Cullen.
Solo será un momento, se dijo.
El hombre que controlaba la noria apuntó al pequeño cartel que señalaba el precio. Una libra. No demasiado barato.
Alba sumergió las manos en los bolsillos de su abrigo, pero aparte del dinero para la tarta, solo encontró unos cuantos peniques. Le dio la vuelta a sus bolsillos, pero no había nada.
Estaba contemplando la ausencia de monedas en la palma de su mano cuando de pronto una voz cálida inundó sus oídos.
—Yo pago el viaje.
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Estrellas y luces de caramelo
RomancePara Alba, mi hermanita perdida :3 En una ciudad inglesa marcada por el paso de las brujas, se dice que la línea que separa la realidad de la magia es tan frágil como un hilo a punto de romperse. Algunos deseos se hacen realidad, y otros esperan esc...