2008

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7 años antes

Estaba nevando en pleno marzo. A Alba le gustaba, porque tenía una excusa para llevar sus botas grandes con dibujos de ranitas a todas partes. Kardos y Bajnok no estaban de acuerdo. Consideraban una nevada tan tardía una mala señal, y el primero había anunciado que no abandonaría la casa sin su peluca plateada para ahuyentar a los malos espíritus, mientras Bajnok proclamaba a los cuatro vientos que no le conocía de nada. Alba pensaba que eran la pareja más extraña del mundo.

El otoño había desnudado a los árboles meses atrás, pero habían comenzado a crecer las primeras flores entre las grietas que antes ocupaban las estalagmitas. Las bajas temperaturas mantenían la nieve blanca e inmarcesible.

Era la primera feria de Alba y olía a manzanas de caramelo.

— ¡Rápido! —La sobresaltó la voz de un niño.

Lo encontró a la derecha, con una gran sonrisa a la que le faltaban dientes y el pelo lleno de trozos de algodón de azúcar. Parecía su estado natural, como si todos los días llevase azúcar en la cabeza.

—¡Pide un deseo! —insistió el niño.

— ¿Un deseo?

—Este año se inaugura la noria —le explicó—. Mi abuelo la ha montado. Y dice que cada vez que se inaugura una noria, cuando la cabina mejor pintada llega a la parte más alta, hay que pedir un deseo.

Alba echó un rápido vistazo a la máquina. Estaba bastante vieja, como si hubiese una tienda de norias de segunda mano en algún lugar y el abuelo de aquel niño hubiese considerado una buena idea adquirir una.

—Pero si todas están mal pintadas.

—-Eso no ha sido muy amable por tu parte —El niño la miró con desaprobación—. Esperaremos hasta que suba la cabina roja. Y cuando esté arriba, cerramos los ojos y pedimos un deseo.

Se sentía un poco culpable por haber puesto en duda las capacidades de su abuelo como pintor, así que asintió con la cabeza y clavó la vista en la noria, esperando.

Cuando el rojo atravesó el cielo, Alba cerró los ojos rápidamente.

— ¿Qué has deseado? —le preguntó el chico.

—Deseos gratis de por vida.

—Pero eso no vale —repuso él.

—Lo siento.

—No pasa nada.

—Quiero decir, siento que hayas desperdiciado tu deseo en vez de tener un poco de sentido común como yo.

—¡Eh!

Alba se echó a reír.

—-¿Y tú que has pedido? —le preguntó.

—Algo que me quite el frío en la cabeza.

— ¿Un gorro? —sugirió la niña.

—Puede ser. Me estoy congelando. El gorro de mi padre pone‘100% algodón’ así que probé a ponerme un trozo de algodón de azúcar muy grande en la cabeza, pero se me quedó pegado, y aún me estoy quitando lo que queda.

—Eso es un poco raro —admitió ella—. Pero no está tan mal como idea. Supongo que debe de servir algo contra el frío.

Alba se acordó de su hermana. Habían ido a la feria juntas, pero se había separado de ella un rato. Debería ir a buscarla si no quería meterse en líos con su madre. Estaba a punto de despedirse del chico del algodón de azúcar en el pelo cuando él dejó claro que tenía otros planes. La agarró de la manga de su abrigo y tiró suavemente. Señalaba un carrusel anaranjado por el óxido, con un caballo por cada color del arcoíris.

Estrellas y luces de carameloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora