IV

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Fue una auténtica revelación, una llamada instantánea. No sé por qué fantástica causa no había advertido la fuerza de su omnipresencia en todo el trayecto hasta el hotel. Entre pesadas brumas (que luego reconocería eternas) se ocultaba, discreta y moviente, una masa grisácea plateada, a la que la tierra fangosa robaba el azul. Esto sé: en un instante estaba en el balcón y en el otro me aproximaba a aquellos márgenes olientes y abisales. 

Había calma. Había llovido. El aroma penetrante de la tierra húmeda intensificaba la sensación de contemplar algo profundo. Fue la primera vez que me percaté de una realidad habitual en Kinshasa: era un espacio sin sol, un espacio verdaderamente gris. Abajo, el agua permanecía indiferente, surcada a lo lejos por silentes canoas y por bancos vegetales que desvelaban el destino del río. De frente, la negrura confusa de la selva, que custodiaba ambos márgenes hasta donde la vista se perdía, en un hilo escasamente destellante y difuso. Sabía perfectamente que aquel era un camino, hacia lo absolutamente intrínseco, hacia el mismísimo “corazón de las tinieblas”, y yo escuchaba nuevamente su latido, como una invitación inexorable; pero no dejaba de sobrecogerme la oscilación entre el deseo encendido de partir y la contención razonable ante lo incierto.

Los días de mi estancia en Kinshasa, por más que fueran llenos de actividades citadinas transcurrieron insulsos, con el estigma recurrente de la evocación de ese primer encuentro. Tuve algunas cosas que repensar. Pero algo era seguro: si había alguna humana guerra en el Congo para domesticar el irrumpir caótico y esencial de la naturaleza, el río todavía tendría muchas victorias que celebrar.  

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⏰ Última actualización: Feb 03, 2022 ⏰

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Sombras sobre el UbanguiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora