En algún rincón oscuro

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El coche abandonó la carretera tomando un sendero que se internaba por el bosque. Las ruedas embarradas traqueteaban y la mortecina luz de los faros apenas penetraba las ramas de los árboles.

La noche estaba oscura; había luna nueva. Al cabo de un tiempo la vía principal quedó suficientemente alejada como para que ya no se escuchase los escasos automóviles que circulaban de vez en cuando.

Abandonaron la zona más frondosa del bosque para salir en una pradera desprovista de árboles. El auto se detuvo al tiempo que el motor emitía un sonido lastimero. No volvería a funcionar.

Las luces continuaron con su función delatando las imperceptibles moléculas de polvo. Desde allí no se veía ninguna población y solo se alcanzaba a distinguir, difícilmente, los tenues puntos de luz que eran los faros del resto de coches. Los conductores que recorrían la autopista no divisaban las luces del maltratado coche. La oscuridad le estaba ayudando y mucho.

La puerta derecha delantera se abrió y el copiloto bajó. Contaba con alrededor de treinta años y tenía un puro en la boca con el que jugueteaba. Cogió la diminuta colilla y la apagó presionándola contra la mano.

El hombre se dirigió a las puertas traseras. Abrió bruscamente la derecha y asió a su víctima. Tironeó de él hasta que finalmente abandonó el coche. El retenido ahogó un grito de dolor cuando apoyó su tobillo torcido al bajar. El hombre del puro continuó tirando de él hasta dejarlo a pocos pasos de los faros.

Las luces mostraban al demacrado, que no podía apartar la vista de ellas. El copiloto lo examinaba apoyado en el capó. El ala del sombrero ocultaba su rostro. Los faros delataban los incontables agujeros de la desgastada gabardina que llevaba.

Estaba fumando de nuevo un puro. En realidad lo que hacía era cortarlos a la mitad, así que este era en cierto modo el anterior. Con aquel frío costaba diferenciar las bocanadas de humo del aliento condensado.

Durante tres minutos no dijo palabra alguna. Tras él, el conductor comenzaba a impacientarte. Este no era tan paciente como él. Estuvo a punto de hacer sonar el claxon, aunque sabía que no era una buena idea tomarse tantas confianzas con él.

Entonces el copiloto agarró el puro, sacudió las cenizas sobre el coche y de nuevo lo apagó en la mano izquierda. Rebuscó en los bolsillos y sacó un objeto metálico. Los tres sabían qué era.

-Bien, chaval, te lo preguntaré por última vez ¿vas a dármelo? -dijo el hombre de la gabardina con un cierto tono de complicidad.

-Vete a la...

Antes de terminar la frase, el hombre disparó dándole de lleno en el pecho. El chaval se desplomó sin poder decir nada más. La sangre comenzó a salir rápidamente a borbotones. Eso ocurría porque justo antes del disparo estaba lleno de adrenalina y con el corazón desbocado. Aquel estado hacía que la sangre saliese mucho más rápido.

Joe Rosewood era de esos hombres que sabían que para silenciar a alguien no había que llevarse el índice a los labios y proferir un largo shhhh. Había que disparar. Era uno de esos conocimientos que en su profesión se adquiría y del que se deseaba ser el único dueño. Por si a caso...

El sonido de una puerta al cerrarse rompió el silencio. El conductor, un hombre barrigudo, calvo y de andares torpes, se acercó apresuradamente a su compañero, quien contemplaba el cuerpo impertérrito.

-¡Serás burro! ¿Por qué leches no le dejaste acabar la frase? -preguntó ofendido. Su compañero le sacaba más de una cabeza por lo que tenía que alzar la vista para poder mirarle a los ojos.

-¿Qué piensas que iba a decir? Para oír palabrotas ya veo la televisión-dijo al tiempo que se sacaba la gabardina.

-¿Te crees muy listo, eh? Quizás quería decirnos dónde estaban los otros como él. -Sí, todo un detalle en agradecimiento al mimo y al cariño con el que lo hemos tratado -repuso con sorna.

-¿A dónde vas, Joe? -le gritó al ver que se acercaba al cadáver.

Joe lo ignoró y se arrodilló junto al cuerpo. Contempló durante unos segundos el rostro sin vida del adolescente. Le besó la frente y, lentamente, se levantó; luego lo tapó con la enorme gabardina.

Se dirigió de nuevo al coche, ignorando a su compañero, y entró en el coche. Cerró con fuerza la puerta y masculló unas palabras, luego accionó el limpiaparabrisas.

El conductor no tardó en ir junto a él. Golpeó tres veces la ventanilla para llamarle. Tardó unos momentos, pero al fin la ventanilla bajó lentamente.

-¡Hola! Estoy buscando a la inteligencia de un tal Joe, ¿no la habrás visto por casualidad? -preguntó con una falsa sonrisa. Ahora podía tomarse más libertades. Lo conocía muy bien. Cada vez que apretaba el gatillo, Joe mostraba otra personalidad, más dócil, como si se vaciase.

-Déjate de bromas, Mike, y monta de una maldita vez -ordenó.

-Vamos, Joe, este trasto no se va a mover ni en broma y ¿por qué limpias el parabrisas?

-Porque está hecho un asco -reprochó al tiempo que bajaba de nuevo-. Si tenemos que volver andando, empezamos ya.

-¡Mira a quién le ha entrado la prisa! Espera un momento -refunfuñó mientras se acercaba a la parte trasera para arrancar la matrícula. Repitió la misma operación en la parte delantera. Mientras la desatornillaba, añadió-: Y para ya el limpiaparabrisas.

Se alejaron del coche. Mike llevaba las matrículas bajo el brazo y portaba una potente linterna. El abrigo de piel estaba manchado de barro, pero no le daba importancia porque lo había comprado en un pobre mercadillo.

Joe, que se había quitado la gabardina, solo llevaba un jersey delgado como abrigo. La temperatura debía rondar los cero grados; cualquiera otra persona estaría tiritando.

-¿No tienes frío, Joe? -preguntó al cabo de un rato, vencido por la curiosidad.

-Mike, estamos igual que al principio. Teníamos a uno y lo hemos perdido. Sinceramente, el frío no es lo que me molesta. Así que hazme un favor y cállate de una puñetera vez -contestó cortante sin mirarlo.

La pareja llegó hasta la autovía tras atravesar el bosque. Se había deshecho ya de las matrículas enterrándolas en la maleza. Pasaban escasos minutos de las tres de la madrugada y en aquel tramo no había ningún coche. Les esperaba un largo camino en silencio.

Comenzaron a caminar por el arcén.

-¿Mike? -llamó tras unos minutos de caminata.

-¿Sí, Joe? -contestó. Parecía estar más tranquilo. Era difícil tratar con alguien con tantos cambios de humor.

-Apaga la luz, quiero caminar a oscuras.

Aunque aquella exigencia le pareció absurda, presionó el botón y apagó la linterna. La oscuridad los engulló, pero no evitó que continuaran con su silenciosa procesión.

Durante un rato ninguno de los dos habló. Mike había tropezado en varias ocasiones, pero ni si quiera entonces había mascullado. Fue Joe quien rompió el silencio.

-Empiezo a cansarme -dijo.

-Pues aún nos queda un buen trecho, amigo -replicó Mike.

-No me refería a eso -"No, claro que no. Contigo nunca se puede saber nada seguro" se dijo el hombre calvo.

-Es nuestro trabajo, Joe. Tenemos que hacerlo.

-A mí no me lo parece. Vamos por ahí buscándolos y pagando a tiros con cualquiera el que no los encontremos.

-Sí, tienes razón -concedió-. Pero si no somos nosotros vendrán los otros y si no ellos mismos comenzaran. En el fondo esto es como una gran partida...

-El juego... Sí, está a punto de comenzar -susurró Joe.

Héroes y MonstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora