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Su alteza caminaba cuatro pasos delante de mí. Sostenía las riendas de su unicornio blanco con las puntas de sus dedos. No necesitaba mucha fuerza, pues la bestia era muy sumisa.

Contuve un bostezo. Lo miré a él y luego a su magnífico animal.

Es el único en el reino al que he visto arrear un unicornio, pensé.

Ya estaba acostumbrado a eso, pero la gente en el mercado no: seguimos avanzando y atrayendo miradas. El príncipe no solo destacaba por su unicornio, sino también por su largo cabello oscuro, su capa negra y su vibra siniestra. Él sabía lo que todos pensaban al verlo y parecía no importarle.

—¿Qué es lo que falta de la lista?—me preguntó el príncipe sin voltear a verme.

Me estremecí. A pesar de ser su asistente desde hacía medio año, él aún me daba algo de miedo.

—Eh...—bajé la mirada a la lista de ingredientes que sostenía—. Solo necesitamos comprar doce piedras del tiempo, su alteza.

Esta vez no contuve mi bostezo. La mañana se me hacía eterna. Antes, cuando servía al príncipe mayor, podía levantarme hasta muy tarde porque él permanecía en cama gran parte del día debido a sus resacas. Pero el príncipe brujo—como lo apodaba la servidumbre—no solía beber ni salir de noche, y siempre iba al mercado muy temprano para comprar los ingredientes de sus brebajes y hechizos. Nos dirigimos al puesto de piedras y gemas, pero entonces otra tienda llamó su atención; era una que solo vendía hadas. Nunca había visto una por ahí, pues las hadas eran seres muy difíciles de conseguir. Si acaso el puesto de hierbas y huevos de dragón tenía a la venta un hada o dos cada medio año. El príncipe me pidió con un gesto que me acercara y me dejó a cargo su unicornio. Lo vi entrar al modesto establecimiento, el cual era atendido por un anciano cuya barba le llegaba a las rodillas. Los penetrantes ojos de su alteza estudiaron cada una de las pequeñas jaulas; el fulgor de las hadas era tan intenso que no alcanzaba a distinguir sus siluetas.

—¿Y esa de ahí?—preguntó el príncipe al dependiente, señalando algo detrás de él. El viejo fue a donde le indicó y regresó al mostrador. Sostenía una pequeña jaula con un hada. Esta, a diferencia de las otras, poseía un brillo muy débil. Vi su cabello negro y orejas puntiagudas. No me había percatado de que le faltaban las alas hasta que el dependiente habló:

—Su dueño anterior le arrancó las alas para una poción de amor y en vez de matarla vino conmigo y me la vendió. Su cabello y torso aún pueden ser usados para encantamientos. ¿Le interesa, muchacho? Se la dejaré a un muy buen precio.

El príncipe no respondió. Extrajo una moneda de plata de la talega bajo su capa, la dejó sobre el mostrador y tomó la jaula. La colgó a un costado de su cinturón y volvió conmigo.

—Vámonos—dijo.

—¿Y las piedras del tiempo?

—Ya no me interesan.

Nos montamos en el unicornio. Tal y como siempre, hubo silencio durante todo el camino. El príncipe era alguien de pocas palabras, distante e inexpresivo. Solo lo había visto sonreír una vez cuando logró multiplicar con éxito a una gallina doce veces. Era el único hijo ilegítimo del rey, y este no lo reconoció como suyo hasta su cumpleaños veintidós, mismo día que lo trajo a vivir al reino. Según decían por ahí su madre era una bruja de mucho talento que tenía un pacto con un demonio. Murió cuando ese demonio reclamó su alma. En más de una ocasión me pregunté por qué el rey tuvo un romance con alguien tan peligroso como ella. En ese entonces creía que ella usó sus poderes para embrujarlo y tener un hijo suyo.

Cuando vi al príncipe brujo por primera vez, tan pálido y sombrío junto a sus medios hermanos rubios y bronceados, me pregunté si él también había vendido su alma. Solo necesité verlo en acción para conocer la respuesta. Si bien era un hombre huraño, el príncipe brujo mostraba su gentileza con sus acciones; era capaz de curar las heridas y enfermedades del personal en cuestión de minutos. Gracias a sus poderes todos comíamos fruta fresca incluso en invierno, pues los árboles no perdían sus hojas ni color y seguían produciendo frutos como si fuera la cúspide de la primavera. El rey estaba encantado con él y no dejaba de decir cuánto lo apreciaba. Sus demás hijos, aunque lucían fastidiados, nunca decían nada. Quizá respetaban al brujo por sus habilidades mágicas, o temían que él les hiciera algo si lo molestaban.

Hada sin alasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora