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El gélido aire se colaba cruel por las grietas de la anciana torre, transportando consigo el olor a podredumbre de las calles londinenses.
En el centro de la estancia, sobre la dura piedra, descansaba un cuerpo acurrucado entre las telas de un vestido demasiado delicado como para pertenecer a una simple doncella. Dolorida y casi sin aliento, la sombra alzó el rostro que cubierto en lodo delataban unos ojos henchidos de orgullo real. Unos ojos oscuros teñidos por las mentiras y los secretos. Hacía tan solo unas horas, se encontraba protegida bajo el cálido abrazo de sus aposentos, arropando entre sus brazos por última vez el minúsculo cuerpecito de su pequeña Isabel, cuando los soldados arremetieron contra su puerta.

Con excesiva cautela, extrajo de un calculado pliegue enterrado bajo sus enaguas un manojo de hojas amarillentas por el paso del tiempo y un diminuto pedazo de grafito. Extendió con sus manos las cartas, y con delicadeza las colocó frente de sí. Su presente, pasado y futuro se alzaban ante ella.
Inspiró y con los dedos entumecidos dejó libres aquellas palabras que quizás nunca tendría la oportunidad de pronunciar en voz alta.

Mi amado señor,
Veo en las sombras de esta torre maldita, que tantas almas desdichadas acoge, la llegada inminente de mi muerte. No recibo la noticia con especial sorpresa, aunque debo expresar que albergué mis dudas con respecto a vuestra virilidad en este asunto.
Corríjame si me equivoco al especular que vuestro amado cardenal os ha inundado la mente con sus consejos.

¿Qué vil mentira ha orquestado para llevaros hasta tal límite? ¿Quizás que hechicé con mis encantos a tantos hombres como hay en el consejo, que seduje con mis oscuros poderes de bruja a vuestra merced, que os mentí sobre mi virtud? Decidme mi rey cual es el motivo real de esta condena, si es que lo hay.

La imagen del cardenal presidiendo la noche de su desgracia se deslizó a través de sus recuerdos, quizás fuese el sueño o el frío que jugaban con su mente agotada, pero en menos de un instante se encontró cara a cara con el rostro envejecido del cardenal Wosley, quien a pesar del abrumador peso de los años que se dibujaba en las profundas líneas de sus ojos, portaba, orgulloso, una sonrisa socarrona mostrando sus amarillentas fauces. Thomas Wosley, el rechoncho y ególatra capellán de su esposo, quien para muchos era conocido como el segundo rey, casi había logrado borrar el recuerdo de un origen deshonroso como hijo de carnicero, ocultándose bajo el hábito verde esmeralda del sacerdocio, y que le ofrecía un aspecto ridículo frente al solemne retrato de la reina, quien ataviada con el más exquisito satén y a pesar de su escasa altura y cuerpo menudo, emanaba una elegancia sosegada codiciada por muchos.
Había algo extraño en aquel personaje que le repugnaba desde la primera vez que sus caminos se habían cruzado, un desdén compartido que ocultaban bajo saludos corteses y juegos de palabras encadenadas.

-Excelencia -dijo Ana, alzando el rostro con un gesto de fingida sorpresa- ¿qué asunto os trae a mis aposentos con tal premura? ¿Acaso venís a declarar una pasión secreta por vuestra señora? ¿Debería el rey preocuparse por que su mensajero divino se desprenda de la sotana?

Wosley henchido de soberbia, avanzó un paso quedando a escasos centímetros de ella, desafiante. Aún atrapada entre las paredes de aquel zulo, el recuerdo del nauseabundo aliento de dragón del anciano le producía arcadas.

-Nada más lejos de la realidad señora. Nunca traicionaría la confianza de mi rey de esa manera -Mientras hablaba una sombra extraña cruzó su mirada-. De hecho, fue él mismo quien me envía a vuestra cámara.

-¿Mi esposo? ¿Cuál será, pues, el motivo de vuestra visita?
El cardenal saboreó con gran placer el aroma de aquellos instantes antes de pronunciar la sentencia final.

-Traigo una orden de arresto sellada por el rey.

-¿Y para quién es esa orden? Si se puede saber.

-Para vos mi señora.

A partir de este momento su memoria se tornó borrosa, las imágenes se transforman en una sucesión inconexa y atropellada: Isabel desapareció de sus brazos, sus doncellas se escabulleron a través de los pasajes secretos, los soldados que un día le habían ofrecido su mano para bajar del caballo ahora la agarraban de los hombros bruscamente, y el gesto altanero de Wosley la observaba en la distancia.

Despertó en aquel lugar, ciega, sola, desprovista de sus joyas y sus zapatos. Indefensa, semidesnuda: Armada tan solo con unas cartas viejas. Había aprendido que la pluma podía provocar una herida tan profunda como el propio acero de una espada. Wyatt fue quien se lo había enseñado tiempo atrás, cuando apenas eran unos jóvenes temerarios que escondían sonetos entre las grietas de los muros. Añoraba aquella época en la que compartían poemas bajo el amparo de la noche.

Todo había cambiado desde el momento en el que Enrique había posado sus ojos azules en ella. Desde entonces siempre llevaba encima sus armas. Armas de mujer, aparentemente inocentes, crudamente letales. Dispuesta a atacar.

Con una puñal en el pecho, observó la primera carta, fechada en 1526, la mañana siguiente al carnaval, el día que comenzó todo.

Mangas VerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora