Mi estimado señor,
Aunque no es decoroso para una dama de mi baja posición, no más que una sirvienta cualquiera, os ruego escuchéis mi plegaria.
Permitidme permanecer al servicio de mi señora. Concededme el honor de servirla en sus menesteres, de acompañarla como su allegada súbdita.
Dejadme servirla como no puedo serviros a vos.
Ana
El hedor de la ciudad rezumaba en su celda: El intenso aroma a azufre de las chimeneas encendidas, la cerveza fermentada de las tabernas destilada con el metálico perfume de la sangre derramada, la maloliente fragancia del Támesis cubierto en orina y excremento. Una colección de olores a putrefacción que en simbiosis dibujaban un retrato perfecto de Londres.
Unos olores que, desafortunadamente, Ana había aprendido a desnudar.
La ciudad no siempre había olido así. Durante un minúsculo periodo de tiempo; cuando el primogénito de Enrique VII, Arturo, se sentaba en el trono; el aire flotaba cargado de una dulce esencia a brezos. Se oían rumores entre los callejones, decían que la podredumbre en la que Londres estaba sumido era una maldición forjada en el lecho de muerte por este mismo monarca, traicionado por sus más allegados vasallos.
Ana nunca había llegado a conocer aquella tierra. Para su desasosiego, a su desembarco en Inglaterra, la peste había asolado todo. Quien sí había vivido aquella época dorada era su señora, Catalina. Extranjera, como ella, Catalina había dejado atrás los cálidos puertos españoles arrastrada por un matrimonio concertado cuando apenas rebasaba los quince años.
—No temas — le había dicho la reina al recibirla en su comitiva— el sol llega a escurrirse entre las nubes… algunos días.
En aquella corte pocos entendían lo que significaba la carencia del sol para alguien criado bajo su seno. No se puede añorar aquello que no se conoce.
Ella misma había llegado a olvidar la sensación del calor sobre su piel, la cual había dejado atrás su sonrosada tonalidad para tornarse tan pálida como la leche. Las playas de Petite -Cuax habían quedado en el pasado junto con los juegos de escondidas entre las piernas de los comensales y los murmullos a través de las paredes. La corte francesa era suntuosa, llena de abalorios y olores a especias; Inglaterra, su nuevo hogar, carecía de todo aquello.
Tras la noche de su extravagante baile las cartas no se hicieron esperar, decenas de pretendientes enviaron sus saludos, e íntimos deseos, a la brillante nueva adquisición de la corte. Sortijas, perlas, poemas y hermosas plumas de pavo real descansaban en sus aposentos. Entre tantos obsequios había dos que llamaban enormemente su atención, dos cartas: una había llegado de forma silenciosa, casi imperceptible, hasta su secreter; la otra se había anunciado a través de un muchacho andrajoso, de aspecto aniñado y ojos temerosos. Una consistía en dos simples, pero cuidadosos versos; la otra era un rebuscado encomio, alabanzas vacuas sobre su graciosidad. Una sin nombre; otra coronada por el sello real.
Sus dedos temblaron al rozar, de nuevo con sus yemas, el grabado de la cera, la rosa roja de los Tudor parecía observarla amenazante. Había sido demasiado soberbia y el fuego la había engullido entre sus llamas.
Al verse allí, bajo la lumbre de una vela a punto de extinguirse, con aquella carta en la mano la asolaron el miedo y la zozobra. Cogió una pluma, un pergamino y comenzó a escribir una respuesta. Trató de que sus palabras sonaran afables y comedidas, llenas de una inocente gratitud que esperaba no suscitasen la cólera de su rey.

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Mangas Verdes
RomanceAna Bolena es asediada por sus propios hombres y llevada a la torre de Londres para ser juzgada por alta traición a la corona. Siendo consciente de su muerte inminente decide atar los cabor de su historia en una última carta.