Mi querido rey,
Recibí vuestra carta con gran júbilo y sorpresa. ¿Cómo podría una humilde servidora de vuestra merced mostraros la gratitud que me despiertan vuestras atenciones? ¿Cómo agradecer la mano que me otorgáis, vos y mi señora Catalina, en esta nueva tierra que en mi Francia añorada llaman la corte del León, con gran acierto?
Debo declinar, sin embargo, con todo el dolor de mi corazón este presente que me ofrecéis, pues mi virtud me impide aceptar tales afectos de un hombre desposado como vos.
Vuestra más humilde y fiel sierva.
Ana
II
Había escrito una muchacha recién llegada a la corte. Una joven alma cándida que ajena a su trágico destino caminaba con el rostro alto.
Aún escuchaba el sonido de los laúdes entrelazando su dulce melodía con los acompasados tambores y las chirimías de una pavana, tan diferente de las gallardas de la corte francesa, vivarachas y ornamentadas, en contraste con aquella pausada danza. Los británicos eran iguales a sus bailes, sobrios, de sangre espesa y ritmo pausado. Los cortesanos se limitaban a observar a las damas que caminaban meciéndose de un lado a otro en contenida agonía enfundadas en sus pesados vestidos. Mantenían la cabeza alta con cada paso, dominando por completo la sala con sus regias sonrisas. Damas tan sobrias como aquellos que las pretendían. Su señora, Catalina, presidía el baile, a la cabeza de la aburrida hilera. A su lado, sentado en su perfecto trono, el rey observaba a su corte de sombras. Añoraba su hogar, el júbilo de la música, el ruidoso murmullo de las damas cuchicheando en cada esquina, la princesa Margarita tomándola de la mano izquierda y rogándole "Ana, querida mía, baila conmigo".
— He oído que la corte del rey Francisco es conocida por sus impresionantes festejos —dijo una voz a su espalda—. ¿Tan sensacionales son que no disfrutáis nuestro humilde banquete?
Henry Percy estaba apoyado en la piedra, mirándola con curiosidad evidente. Se habían encontrado en más de una ocasión cuando la escolta del rey regresaba de cacería, llevando en sus brazos orgullosos la presa del día. Tenía un porte elegante, y un evidente título novelesco escrito en su armadura. El heredero del título de conde de Northumberland, el soltero de oro de la corte. Eran pocas las jóvenes que resistían sus encantos de caballero, y muchas las que caían rendidas ante su presencia. Su fornido cuerpo y rostro aguileño atraían irremediablemente la atención de uno de los títulos más poderosos de Inglaterra. Apenas habían cruzado palabra, un mero saludo o un gesto de respeto cuando se cruzaban sus miradas, cualquier otro gesto no hubiera sido decoroso.
— Deberíais verlo para poder creerlo. Parecen un sueño — respondió con una coquetería natural.
El noble de ojos verdes se deleitó durante varios minutos en su cuerpo. Las calculadas curvas que destacaban bajo su vestido esmeralda, la interminable cascada de ébano que caía salvaje sobre su espalda, pasando por sus labios carmesí, hasta recaer en los dos pozos negros que enmarcaban su rostro.
— Daría lo que fuera por tener el honor de presenciar tal espectáculo —Se relamió.
Ana le dirigió una sonrisa sugerente. Una sonrisa que muchos guardaban en sus corazones. Sus labios, cuidadosamente perfilados para incitar al pecado, se curvaron ante el florecer de una idea.
— ¿Lo que fuera? —incidió la joven francesa.
Rozó ligeramente el tafetán de su corsé con los dedos, consiguiendo que la atención del joven se dirigiese a aquel lugar cerca de su pecho, haciéndolo soñar despierto con la piel que este ocultaba.
— ¿Qué tramáis? – dijo el futuro duque divertido.
— Tan solo aquel que es mi cometido, mi señor. Entretener.
— Os daré aquello que deseéis. ¡Un beso!
Ana rio, ante tal insinuación.
— ¡Qué atrevido sois, caballero! ¿Por qué os daría el favor de mis labios cuando es aquello que tanto anheláis? No, yo quiero - pensó un segundo sus palabras – un favor.
— Lo tendréis, por mi casta.
— Entonces que suene la música.
La joven se acercó, disimuladamente, a la palestra donde los trovadores tocaban la lánguida melodía. Unos portentos desaprovechados en aquella sala del trono como ella. Se inclinó, quedando a la altura del oído del laúd, y en susurros que Northumberland no llegó a escuchar desde su lugar, al otro lado de la habitación. No supo que le dijo, que fue lo que le prometió, si es que había usado sus prominentes encantos como lo había hecho con él mismo, pero el bigotudo músico sonrió en modo de asentimiento. Segundos después las vivarachas notas de una gallarda, nunca antes representada ante la corte inglesa, inundaron el pesado aire. Las parejas cesaron su movimiento, acongojados por el cambio de la música. Sus rostros demostraban la confusión ante el inesperado nuevo ritmo. Entre los cuerpos congelados, sin embargo, una salvaje melena negra giraba libre de cualquier decoro o vergüenza.
Pronto todo desapareció a su alrededor. No existían más que ella y los salvajes acordes emergiendo de los instrumentos a unos escasos metros de distancia. Las punzantes notas de las chirimías se enredaban entre sus muslos y el sugerente sonido del pianoforte la impulsaba en sus giros indómitos. Su cuerpo daba vueltas y vueltas sin cesar hundiéndose en el incansable ritmo. La melodía ensordecedora acallaba los grotescos aullidos de la multitud escandalizada. Desde su posición, allí en el mismo centro del gran salón, escuchaba los improperios de las damas escandalizadas a su espalda, pero Ana estaba ciega, sorda y muda, no sentía nada más que el quejido de sus músculos con cada salto, cada vuelta. La música y ella eran uno. Solas en una falsa intimidad. Por un instante eterno se vio a sí misma en su amada Francia, bailando de la mano de Margarita, contoneándose a cada paso para provocar a los jóvenes cortesanos; la mirada de aprobación de Madame Fleur mientras repetía los pasos una y otra vez, perfectos, sin errar uno solo. Las negras se hicieron corcheas y el ritmo se aceleró de una forma casi frenética, catártica, augurando un final que deseaba retener entre sus dedos el máximo tiempo posible, antes de que se escurriera la ilusión.
Hasta que la música cesó.
Su cuerpo regresó a aquella taciturna estancia de un Londres gris. Cien pares de ojos la observaban, el silencio inundó el lugar que unos segundos antes había emanado vida se tornó mudo, hasta que de entre el gentío surgió una ligera ovación. En lo alto de su trono, Catalina, su señora, aplaudía. A su derecha, un lobo codicioso había hallado a su siguiente presa.
Aquella noche, en aquel angosto salón, mostró su cuerpo y su alma a toda la corte británica. Había jugado con juego y se había quemado. El orgullo y la desidia habían desencadenado su destino de forma precipitada.
No se arrepentía de sus actos —¿De qué serviría? —. Quizás hubiese tenido una vida normal, habría sido desposada con algún noble designado por su padre con la estrategia de incrementar su poder a través de un lazo de matrimonio. Habría sido utilizada como una marioneta más, como su hermana María, como Catalina, sin derecho a alzar su propia voz. Un peón resignado a permanecer en su lugar, una mula de cría.
Quizás todo el odio y el sufrimiento habían valido la pena. Quizás para ella había sido en vano, pero quizás no lo fuese para su sucesora.
¿Recordáis la noche que nos conocimos? Puede que vos hayáis olvidado aquel periodo de antaño. Yo recuerdo cada palabra, cada roce: El deseo impregnado en vuestros ojos azules mientras avanzabais entre el aullido de la multitud acongojada. El elegante porte de un rey. Las miradas parecían seros del todo placenteras cuando, delante de vuestra propia esposa, tomasteis mi mano derecha y posasteis vuestros tunantes labios directamente sobre ella. Sin saberlo fuisteis el ladrón de mi primer beso.
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Mangas Verdes
RomanceAna Bolena es asediada por sus propios hombres y llevada a la torre de Londres para ser juzgada por alta traición a la corona. Siendo consciente de su muerte inminente decide atar los cabor de su historia en una última carta.