IV

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Mi osado caballero,

¿Qué opción tiene una joven cuando es obsequiada con las atenciones de un rey? ¿Qué hacer sino someterse a los deseos de tan solemne semental que impone su derecho natural sobre ella?

Ana  

IV

No podíais permitir que una simple muchacha de estirpe dudosa se resistiera a vuestros endemoniados encantos, ¿verdad? ¿Quién seríais entonces si no un rey de nombre mas no en honor? Un hombre más, con el ego mancillado y las calzas por las rodillas, rechazada por la simple doncella de vuestra esposa.

Os confieso que, inocente de mí, creí en verdad que hacía lo correcto por mi honor; por el de mi señora, Catalina, quien tan humildemente me había acogido bajo su manto, y por María.

Aún resuena su voz en mi cabeza. Si tan solo hubiera escuchado las advertencias que mi querida hermana, con su blando corazón, me dispensaba. "Escúchame, Ana, desaparece, rogadle a padre que os envíe de regreso a Francia, o tal vez al Kent, pero oíd mi consejo y escapad. El rey no es lo que tú crees. Te destruirá hasta que no quede nada de la mujer que sois, y luego pasará a la siguiente. Sin remordimientos".

Ella trató de tenderme su mano y yo la rechacé con vehemencia. Era la única que conocía lo que significaba estar en mi piel. Ella os conocía como nadie, no olvidéis que llevaba a vuestro retoño en su vientre cuando lo repudiasteis de tan casta estirpe. El día que mi pobre sobrino fue traído a esta misma torre, juré en nombre de Dios todo poderoso que nunca permitiría que un hijo mío se convirtiese en un mero bastardo sin título.

Su espada de carbón cayó derrotada por la ira. Las palabras brotaban impregnadas de rencor directamente de su tórax, como la sangre fresca de una herida abierta.

La carta fue enviada por el mismo muchacho que había llamado a su puerta. Un pobre zagal que creyendo transportar un mensaje de amor, llevaba consigo la primera maniobra de una ardua partida. Tras ella, llegó la exorbitante horda de incesantes obsequios: Sortijas de oro y plata, vestidos de satén hechos por la más inestimable de las manos británicas, esmeraldas y perlas, tesoros de un valor incalculable. Todos ellos retornados a su remitente.

Hasta que la paciencia de este llegó a su límite.

Una tibia tarde de enero, cuando el escurridizo sol comenzaba su metamorfosis a luna, Ana fue echa llamar a la cámara privada del rey. No pudiendo eludir el mandato como lo había hecho con los regalos que aparecían día tras día en su habitación, la muchacha se encaminó con la cabeza alta, enfundada en su traje de valor y orgullo francés, a través de los pasillos que nunca había osado merodear.

Las enrevesadas galerías de piedra parecían augurar un tiempo que había quedado atrás, una época de guerra, como si la calma no hubiera llegado a instalarse en aquel pequeño espacio de Whitehall. Trataba de acallar las imágenes que engendraba su cabeza sobre el lugar al que era dirigida mientras caminaba siguiendo a un guardia de apariencia áspera, dando dos zancadas por cada paso del gigante desproporcionado. Sobre sus cabezas se erigía una inmensa bóveda de abanico, un entretejido de líneas que a Ana en su embeleso le recordaron a las alas de una libélula emperador como aquellas que perseguía de niña en los jardines de Fontainebleau.

Sumergida en sus divagaciones habían alcanzado su destino. Se detuvieron ante una extraordinaria puerta de roble macizo. El guardia golpeó tres veces y se hizo a un lado mientras esta se abría provocado un chirrido atronador.

— Adelante—. Se escuchó pronunciar desde las profundidades de aquel lugar.

Avanzó un paso, conteniendo el aire en sus pulmones el tiempo suficiente para controlar, aunque de forma mínima, el acelerado ritmo del corazón.

— Dejadnos solos Cedric — dijo la voz. El eludido abandonó la sala tal como había irrumpido en ella, en un absoluto silencio —. Avanzad. Dejadme contemplar a la dama que rechaza cada uno de mis presentes en cuanto llegan a sus manos.

Ana obedeció. Ejecutó una perfecta reverencia y alzó la mirada para encontrar a escasos centímetros unos ojos azules que la descomponían cuidadosamente.

Ante ella, se erguía, recio y opulento, un joven hombre de altura considerable que la hizo sentir diminuta a su lado. Las expresiones de su rostro ocultaban con brío la edad de un hombre cuya fisonomía insinuaba no más de treinta primaveras, mientras la experiencia adquirida de su postura y su firme voz delataban un severo pasado. Era pelirrojo. Ana nunca había conocido a nadie pelirrojo hasta que llegó a Inglaterra, de barbilla prominente y labios finos. Unos labios que habían acariciado los de su hermana, María.

Ante ella estaba el rey de Inglaterra. Enrique Tudor.

Mangas VerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora